En
la capilla de San Juan Evangelista de la Abadía de Westminster, se erige un
busto en memoria de John Franklin, un explorador británico que desapareció en
una expedición por el Ártico. En el memorial al que fue también gobernador de
la isla de Tasmania, se puede leer: Este
monumento fue erigido por Jane, su viuda, quien, después de una larga espera y
de enviar a muchos en su busca, partió ella misma para encontrarlo y reunirse
con él en el reino de la luz. La viuda era Jane Franklin, una mujer durante
décadas olvidada, pero que en su tiempo se convirtió en la dama británica más
famosa, con permiso de la reina Victoria.
UNA VIAJERA INCANSABLE
Jane
Griffin nació el 4 de diciembre de 1791 en Londres. Fue la tercera hija de los
cuatro vástagos de John Griffin y su esposa Jane Guillemard, una familia de
tejedores de seda. En 1795 falleció su madre. Su padre no se volvió a casar,
dejando a sus hijos, Fanny, John, Jane y Mary al cargo de una ama de llaves.
En
su infancia, Jane vio morir a su único hermano, John, quien falleció con tan
sólo catorce años. Cuando tenía diez años, ella y su hermana pequeña Mary,
fueron enviadas a estudiar a un internado. Allí permaneció hasta los diecisiete
años, cuando una infección de garganta la obligó a volver a casa.
Poco
tiempo después, un tío materno, casado y sin hijos, se la llevó a vivir a
Oxford, donde se encargó personalmente de su educación.
De
vuelta a Londres, Jane Griffin pasó los siguientes años estudiando de manera
autodidacta, acumulando lecturas y disfrutando de los viajes que realizaba
junto a su padre.
En
el invierno de 1828, cuando aún no había cumplido los treinta y siete años,
Jane se casó con un reputado explorador, John Franklin, de cuarenta y dos años,
que era viudo y tenía una hija, Eleanor. Poco después fue nombrado caballero,
convirtiéndose en sir John y su esposa en lady Franklin.
Jane
nunca tuvo un sentimiento maternal y, a pesar de que se preocupó del bienestar
de la hija de su esposo, no sintió por ella un afecto profundo. Los primeros
años de matrimonio, la pareja viajó por el Mediterráneo. John había sido
destinado a un barco, el Rainbow, en
1830, y su esposa no estaba dispuesta a quedarse en Londres, a pesar de que no
estaba muy bien vista la presencia de mujeres en ninguna expedición. Además,
Jane pasó mucho tiempo separada de su marido, emprendiendo su propio viaje,
acompañada de su padre y de una pareja de norteamericanos. A lo largo de tres
años, desde 1831 hasta 1834, Jane pisó distintos países de Oriente Próximo, viajó
por Turquía, Egipto y llegó hasta España y Marruecos. En algunas de las escalas
se encontraba con John, pero no parecía que tuviera necesidad de vivir a la
sombra de su marido.
La
pareja se reencontró en Londres y después de rechazar una oferta como vicegobernador
de Antigua, John Franklin aceptó el mismo título, pero en la Tierra de Van
Diemen, la actual isla de Tasmania, en Australia. Por aquel entonces, era una
de las colonias británicas más importantes y John decidió empezar una nueva
vida en las Antípodas, acompañado de Jane y de su hija Eleanor.
En
el verano de 1836, los Franklin embarcaron en el Fairlie, iniciando una travesía de cuatro meses que les llevaría
hasta Hobart, la capital de la colonia.
Durante
los años en los que John Franklin fue gobernador de la Tierra de Van Diemen,
Jane no se conformó con el papel de “esposa de” organizando fiestas para las
damas respetables y dedicándose a las tareas domésticas y femeninas que ella
detestaba. Jane creó una sociedad científica, la Sociedad de Tasmania, con museo y revista científica incluida, creó
también una gliptoteca, trabajó para mejorar las estructuras organizativas de
los terratenientes de la colonia y, por supuesto, asesoró a su marido en las
decisiones del gobierno colonial.
A
Jane Franklin le quedó tiempo para realizar varios viajes por Australia y subir
distintas montañas, como el monte Wellington de 1.274 metros, y que coronarían
personajes de la talla de Charles Darwin.
Once
años después de su llegada a la Tierra de Van Diemen, en enero de 1844, John
Franklin fue destituido de su puesto de gobernador tras un largo proceso de
desprestigio por parte de sus enemigos, en el que las críticas a su esposa
fueron constantes. A pesar de que Jane Franklin viajaría en los años siguientes
por medio mundo, nunca más volvería a pisar aquellas tierras.
De
vuelta a Inglaterra empezó un periodo difícil para los Franklin. John decidió
unirse a una expedición para resolver la cuestión del paso del Noroeste, el
camino que debía unir los océanos Atlántico y Pacífico por el norte,
atravesando el océano Ártico. La aventura era peligrosa y Jane no estuvo muy
convencida de darle el beneplácito a su marido quien, finalmente, decidió
zarpar. Era el 19 de mayo de 1845. Doce años después, tras una búsqueda
incansable, la expedición fue dada por desaparecida.
A LA BÚSQUEDA DE SU ESPOSO
En
los primeros años de ausencia, Jane Franklin disfrutó de su libertad viajando.
Pero cuando la falta de noticias de su esposo empezó a alargarse en el tiempo,
la angustia se apoderó de ella. Jane no se dio por vencida, incluso cuando el
Almirantazgo británico les dio por muertos. Empeñada en reencontrarse con su
marido, intentó organizar distintas expediciones de rescate por su cuenta,
buscando ayuda privada y dirigiéndose
incluso a los altos dignatarios del mundo. Fue tal su empeño, que su nombre y
su incansable lucha por recuperar a su esposo se conocía en todo el mundo.
Una
vez aceptó que John no iba a regresar, decidió algo por él. Restablecería su
memoria y haría de él un hombre célebre. Jane Franklin reclamó para su marido
el mérito de haber descubierto el Paso del Noroeste, algo que muchos otros en
aquellos momentos de auge descubridor se abogaban como propio. Pero nadie iba a
ponerse en el camino de aquella dama excéntrica, cabezota y luchadora hasta las
últimas consecuencias.
Cuando
la Real Sociedad Geográfica decidió
conmemorar el descubrimiento de John Franklin, otorgó a la viuda la medalla de
oro de sus fundadores, convirtiéndose en la primera mujer en recibir dicho
reconocimiento.
Jane
Franklin era entonces una mujer con cerca de setenta años. Pero lejos de
quedarse en casa inmersa en sus tareas, emprendió un largo viaje que la llevó
por el continente americano y Japón.
De
vuelta a Inglaterra aún tuvo energía para encargar un busto de su marido y
velar porque fuera colocado en la Abadía de Wesminster de Londres.
Jane
Franklin había superado los ochenta años y su cuerpo empezó a apagarse
lentamente, hasta que falleció el 18 de julio de 1875.