Este
jesuita catalán viajó a la India
y a través del Himalaya llegó hasta el Tíbet, Pakistán y Afganistán, llegando a
ser preceptor del hijo del gran emperador mogol Akbar. Posteriormente, su
misión evangelizadora le llevó al Yemen y Etiopía, viviendo infinidad de
aventuras, algunas de ellas tras sufrir múltiples penalidades. Finalmente, de
regreso a Goa (India) encontró la muerte. Sus viajes y la aportación que
realizó a la cartografía, apenas eran conocidos en Occidente en aquellos
tiempos. En la actualidad, su biografía y los escritos documentados que dejó,
son estudiados en las universidades de todo el mundo.
DE VIC (BARCELONA) A GOA (INDIA)
Misionero
y explorador que llegó hasta los confines del mundo descrito por Marco Polo, el
jesuita Antonio de Montserrat nació en el año 1536 en la población de Vic
(Barcelona), en el seno de una familia de la nobleza catalana. Fue estudiante
en Barcelona y tomó contacto con la
Compañía de Jesús, y de forma especial, según se cree, con su
fundador Ignacio de Loyola, lo que tuvo una repercusión notable en su vocación
misionera.
Montserrat
se unió a la Compañía,
ordenándose sacerdote en Portugal a la edad de veinticinco años. Durante el
ejercicio de su sacerdocio en Lisboa, manifestó de forma inequívoca su interés
por trasladarse a las misiones de ultramar, en especial a las del continente
asiático, con las que mantenía un contacto epistolar.
Su
primera oportunidad llegó en el año 1574, cuando en compañía de otros 39
jesuitas portugueses, italianos, castellanos y catalanes, fue enviado a la India, a la entonces colonia
portuguesa de Goa.
Montserrat
tenía treinta y dos años, llevaba ya dieciocho en la Compañía de Jesús y doce
como sacerdote. En el documento “Catálogo
dos Padres e Irmaos de Compañía de Jesús que forao mandados ha India Oriental,
Anno 1574”,
figura un breve currículo que, de alguna manera, fue a partir de ese
momento el que dirigió sus pasos: “Especialista
en lógica y casos de conciencia, y especial talento para el prójimo”.
Sin
lugar a ningún género de dudas, fue ese “especial talento” el que valoraron los
responsables de la Orden
cuando, cinco años más tarde, la propia Compañía de Jesús recibió una inusual
propuesta del Gran Mogol Akbar, solicitando la presencia de sacerdotes
cristianos en su corte, que por aquel entonces residía en Fatehpur Sikri
(India), en la proximidad de Delhi.
Akbar
actuó movido por el impulso de conocer todas las religiones del mundo. Sin
embargo, los jesuitas dedujeron erróneamente que el emperador mogol quería
convertirse al cristianismo, de ahí que con la máxima celeridad prepararan una
expedición encargada de instruir al monarca en los evangelios. Tres fueron los
sacerdotes elegidos, los cuales recibieron el beneplácito del virrey de Goa:
Francisco Henriquez, Rodolfo Acquaviva y Antonio de Montserrat.
EN LA CORTE DEL
EMPERADOR MOGOL
Su
largo y difícil viaje a la corte mogol en compañía de un embajador de Akbar,
les llevó por tierras inhóspitas y hasta entonces desconocidas a través del
Himalaya y el Hindu Kush. Hay que tener en cuenta que, por aquel entonces,
fueron las experiencias
recogidas por Marco Polo, las que establecieron un primer círculo de
conocimiento, convirtiéndose en toda una referencia. No en balde a él se
debieron las primeras noticias sobre el llamado “Techo del Mundo”.
Durante el camino, Montserrat fue
tomando anotaciones de todo cuanto les acontecía, incluyendo curiosas
descripciones.
Sus compañeros Acquaviva y Henriquez
llegaron a Fatehpur Sikri el 27 de febrero de 1580, pero Montserrat, enfermo,
tardó una semana más en hacer su entrada en el fastuoso palacio de Akbar.
Los jesuitas ofrecieron al Gran Mogol
como regalo el octavo volumen de la Biblia
Políglota editada en Anvers entre 1568 y 1573, cuyas
ilustraciones cautivaron al monarca y fueron recibidos por él con grandes
muestras de afecto.
Permanecieron en Fatehpur Sikri por
espacio de un año y durante este tiempo, aprovecharon para estudiar el persa,
la lengua culta de la corte, aparte de asistir a interesantes a la vez que interminables
debates religiosos con sus oponentes islámicos e hinduistas, que desembocarían
en una estrecha amistad entre los jesuitas, el emperador y su hombre de
confianza.
El aprecio que mostró Akbar hacia
Montserrat se hizo patente al nombrarle tutor de su hijo Murad y, poco tiempo
después, pidiéndole que le acompañase en su expedición militar, que vino a
interrumpir los plácidos debates de la corte.
El Gran Mogol inició un largo viaje
para sofocar el levantamiento de su hermanastro, Mirza, quien se había rebelado
contra su autoridad apoyado por algunos cabecillas afganos.
Antonio de Montserrat se convirtió a
partir de entonces en un improvisado cronista de aquella expedición bélica,
aprovechando la ocasión para recoger las incidencias con todo lujo de detalles
en su cuaderno de notas, lo que supuso en el futuro una visión alternativa a
las fuentes oficiales de la época y, por supuesto, una experiencia de primera
mano en situaciones jamás observadas por los viajeros occidentales: “El rey mantiene a un gran número de
elefantes en su campamento, utilizándolos para el transporte y la batalla. (…)
son entrenados para luchar (…) Tres meses al año los machos se ponen tan
violentos que llegan a matar a sus domadores (…) Una vez que se calman, se les
hace enfurecer añadiendo carne de tigre a su comida…”
El jesuita Montserrat siguió a lomos
de su elefante al emperador Akbar y su campaña militar durante cientos de
kilómetros, cruzando todos los ríos de la región del Punjab y atravesando el
Indo, hacia el Asia Central más agreste, Afganistán. Aquella expedición se
prolongó durante todo el año 1581, avanzando hacia los territorios de Pakistán,
recorriendo las regiones del sur del Himalaya y entrando en contacto con las
poblaciones del Tíbet y Cachemira. Especialmente sus comentarios sobre los
tibetanos fueron los primeros que se encontraron en Occidente desde los tiempos
de Marco Polo en el siglo XIII, y la majestuosa cordillera llamó tanto la
atención del jesuita, que éste dedicó importantes esfuerzos a detallar sus montañas
y a descifrar el nombre de las mismas. Montserrat no utilizó fuentes
anteriores, sino su propia capacidad de observación para elaborar el que sería
después considerado como el primer mapa de que se tiene constancia de aquella
parte del mundo.
Una vez en Jalalabad (Afganistan), el
jesuita abandonó a las tropas de Akbar, que siguieron su marcha hasta la
conquista de Kabul y, consciente ya de que el emperador mogol no tenía ninguna
intención real de abrazar el cristianismo, decidió regresar a Goa. Ello sucedió
en septiembre del año 1582.
Una vez en la ciudad portuguesa de la India, decidió recopilar más
notas de su viaje y de su estancia junto a Akbar en Relaçam do Equebar, rei dos mogores, cuyo texto envió al General de
la Compañía
en forma de carta.
VIAJE
A ETIOPÍA
Entre los años 1582 y 1588, Montserrat
emprendió un trabajo muy ambicioso, la recopilación de las notas de sus viajes
por India, Pakistán y Afganistán, en una obra extensa y detallada que redactó
en latín: Mongolicae legationis
commentarium. Sin embargo, la redacción de la misma se vio interrumpida por
el requerimiento del rey Felipe II con la encomienda de viajar a Etiopía para
dar consuelo a dos ancianos sacerdotes católicos. El viaje en sí dio la
impresión de ser una excusa para establecer contacto con el emperador abisinio
y sondear la posibilidad de acercar el cristianismo copto a la iglesia de Roma.
En aquella ocasión le acompañó un
jesuita madrileño, con gran entusiasmo aunque sin experiencia, que definió
admirablemente a Montserrat como “muy
inteligente para estas cosas y con singular gracia para tratar con estos
reyes”. Se trataba de Pedro Páez, entonces desconocido, pero que en la
posteridad quedaría asociado para siempre al descubrimiento de las fuentes del
río Nilo.
Caracterizados como comerciantes
armenios, ambos jesuitas decidieron navegar hasta el estrecho de Ormuz para
continuar por tierra a través de Mesopotamia, Siria y Egipto, a fin de evitar a
los piratas del océano Índico. Sin embargo, sus planes se vieron truncados,
debiendo bordear las costas del actual Omán por la llamada Ruta del Incienso.
Al desembarcar en el puerto de Dhofar,
el capitán árabe de la embarcación en la que viajaban les denunció ante las
autoridades del puerto, siendo hechos prisioneros y entregados al sultán de
Hadhramaut, residente en una aislada región en el interior del Yemen. Hasta
allí, a la ciudad de Haymin, llegaron tras una penosa travesía, cautivos en una
caravana de camellos. Pese al duro viaje, a Pedro Páez parecieron quedarle
fuerzas para paladear una aromática infusión que el hermano del soberano les
ofreció en su palacio. La llamaban cahua,
agua hervida con un fruto denominado bun
y que se tomaba muy caliente en vez del vino. Se trataba de una bebida todavía
desconocida en Europa, el café.
Tras cuatro meses de penalidades en la
cárcel donde fueron encerrados, fueron repentinamente liberados, recuperando
todas sus pertenencias, incluidos los valiosos manuscritos en que trabajaba
Montserrat que habían corrido el riesgo de perderse para siempre.
La fatalidad volvió a adueñarse de los
dos jesuitas y, tras su llegada a Sanaa, después de un agotador viaje de
semanas a lomos de camellos, atravesando desoladas tierras jamás holladas por
ningún europeo, el gobernador decidió encarcelarlos y exigir un elevado rescate
por su liberación. Comenzaba así un largo cautiverio en el que sufrieron
grandes calamidades, fueron encadenados con grilletes y alimentados tan solo
con pan seco. En tan precarias condiciones, en el mes de enero de 1591 fue
cuando Antonio de Montserrat finalizó la primera versión de su manuscrito
original.
En 1595 los jesuitas fueron de nuevo
trasladados al puerto de Mokka (Yemen), pero no para ser liberados, sino para
servir como remeros de dos naves turcas, encadenados en galeras. No fue hasta
1596 cuando un barco llego desde la
India para comprar la libertad de ambos sacerdotes. El
gobernador aceptó el pago y en agosto de aquel año ambos regresaron a Goa.
Habían transcurrido siete años desde su partida de esta ciudad.
Pedro Páez sanó de las penalidades del
cautiverio y en el año 1603 pudo ver realizado su sueño de entrar en las
tierras de Etiopía. Su mentor, Antonio de Montserrat jamás se recuperaría; las
fiebres acabaron con él en la isla de Salsete, en el mes de marzo de 1600.
UN
EXTRAORDINARIO LEGADO
En el mismo año de su muerto culminó
la versión definitiva de su obra Mongolicae
Legationis Commentarius y junto a ella, el diseño de su mapa del Himalaya,
una auténtica joya cartográfica abarcando gran parte de la India y grandes extensiones de
Afganistán y Pakistán. En ella aparecen más de doscientos topónimos, accidentes
geográficos resaltados en distintas tonalidades y coordenadas geográficas,
reflejadas con sorprendente precisión, que tienen como referencia el ecuador,
dibujando la línea del trópico de Cáncer con toda exactitud. Además de la
cordillera del Himalaya, en la parte norte se distinguen otras cadenas
montañosas cuya disposición parece coincidir con el Karakorum, el Hindu Kush y
el Pamir. La exactitud del mapa es tal que mantendría su vigencia hasta hace
relativamente poco tiempo y acertado de sus descripciones.
En la crónica escrita, sus textos
reflejan de manera fidedigna todos aquellos detalles trascendentes a ojos de un
occidental: la geografía, la historia, la cultura y la religión de las
diferentes comunidades que llegó a conocer, pero también una de las grandes
obsesiones que movieron a los religiosos cristianos a adentrarse en las vasta
extensiones asiáticas: la búsqueda de antiguas cristiandades perdidas, el
rastro de la expansión del cristianismo hacia Mesopotamia, Asia Menor y Extremo
Oriente. Alentados por las crónicas de algunos viajeros medievales al descubrir
diferentes comunidades, así como por la existencia de las iglesias copta,
abisinia, armenia y maronita. Roma buscaba desesperadamente pruebas de la
existencia de un imperio a caballo entre la historia y la leyenda, un imperio
dirigido por un rey-sacerdote poderosísimo, defensor de la fe cristiana ante el
avance musulmán, el reino del Preste Juan en Etiopía.
Un año después de la muerte de Antonio
Montserrat, en enero de 1601, el jesuita Antonio de Andrade llegó a Goa con el
objetivo de emplazar una misión o buscar la herencia cristiana en aquel
misterioso reino aislado del Tíbet, lo que hace pensar que la crónica de Montserrat
fue tenida en cuenta por los responsables de la Orden.
Sin embargo, tras aquel primer
impacto, la obra de Montserrat permaneció en el anonimato durante varios
siglos.
En la actualidad, en pleno siglo XXI,
la obra del jesuita está alcanzando el lugar que le corresponde por derecho
gracias a la edición popular de sus obras traducidas del latín al castellano y
catalán por el orientalista Josep Lluis Alay.
No obstante, aún quedan otros
manuscritos redactados por Montserrat que hacen referencia a las costumbres y
la geografía de India y Asia Central sobre los que se desconoce su paradero. El
misterio de su ingente obra perdura hasta nuestros días.