PEDRO PÁEZ (1564-1622)



PRIMER EUROPEO QUE DESCUBRIÓ LAS FUENTES DEL NILO AZUL

Este jesuita misionero fue el primer europeo que llegó a las fuentes del Nilo Azul, en el lago Tana (Etiopía) en abril de 1618 (152 años antes que el escocés James Bruce, que se atribuyó falazmente la gloria del descubrimiento, y 244 años antes que el inglés John Haning Speke alcanzara el nacimiento del Nilo Blanco, en las orillas ugandesas del lago Victoria).
Y sin embargo, fue un gran desconocido en su propio país, dado que, ni los más afamados diccionarios y enciclopedias españoles hacían mención de este jesuita aventurero.
Nacido en 1564 en el castellano pueblo de Olmedo de la Cebolla (en la actualidad Olmeda de las fuentes), próximo a Madrid, Pedro Páez Jaramillo sirvió toda su vida a la Compañía de Jesús, en la cual ingresó veintiséis años después de la muerte de su fundador (Ignacio de Loyola murió en 1556) y treinta después de la muerte de Francisco Javier, el primer gran misionero de la Orden.
Hijo de una familia adinerada, se conoce bien poco de sus primeros años. Posiblemente estudió en Alcalá de Henares. Su vocación religiosa despertó muy pronto, tal vez influido por un pariente suyo, Esteban Páez, que ejercía como provincial de la Compañía de Jesús en México, cuando él era aún adolescente.

ESTUDIOS EN PORTUGAL Y VIAJE A GOA (INDIA)
Con dieciséis años partió de Castilla hacia Portugal en 1580 para estudiar en la universidad de Coimbra. Dos años después regresó a su tierra natal para continuar su formación como seminarista en el convento de Belmonte (Cuenca), lugar donde nació Fray Luis de León. Allí estudió principalmente filosofía y teología.
Páez estudió seis años en Belmonte y debió viajar por España. Por aquellos días, las gestas evangelizadoras de los misioneros jesuitas, henchían la imaginación de los jóvenes deseosos de viajes y aventuras, y él era uno de aquellos apasionados muchachos deseosos de acción. Con 23 años escribió una carta a Roma, al general de la Compañía de Jesús, expresándole su deseo de viajar a las misiones de Oriente.
En abril de 1588, sin concluir sus estudios y sin ordenarse todavía, sus superiores le propusieron viajar de Lisboa (Portugal) a Goa (India), donde los jesuitas tenían sus casas principales en Asia. La necesidad de misioneros en los lejanos destinos de Oriente se hacía acuciante.
Se embarcó en la carabela Santo Tomás sin dudarlo un instante, con varios compañeros jesuitas. Un viaje del que no regresaría jamás.
Páez atesoraba en su carácter todas las virtudes de la Orden: espiritualidad, valor, disciplina, enormes dotes intelectuales y pedagógicas, gran capacidad para las lenguas, donde gentes y un amor muy especial por el viaje y la aventura. El propio Ignacio de Loyola no podía precisar de un misionero con mejores cualidades.
En octubre de 1588, tras siete meses de travesía en los cuales enfermó varias veces, llegó a Goa (India). Una vez allí aprovechó para seguir estudiando teología, visitaba la prisión de la ciudad para asistir a los encarcelados y enseñaba catecismo a los conversos.
“Cuanto más trabajosa y difícil sea la misión, con mayor contento y alegría la acepto” ¿Eran aquellas palabras de un hombre de la Iglesia o la voz de un apasionado aventurero?

PRISIONERO DE LOS TURCOS
Páez fue ordenado sacerdote en Goa a finales de 1589 cuando tenía 25 años, y de inmediato se embarcó rumbo a Etiopía, para llegar a la misión de Fremona, un lugar olvidado donde sobrevivían con dificultad unos jesuitas que llevaban aislados cerca de treinta años. Su compañero de viaje fue Antonio de Montserrat, natural de Vic (Barcelona), un sacerdote de cincuenta años con dilatada experiencia en el continente asiático, no en balde en las décadas anteriores había viajado por el Himalaya, visitando la corte del Gran Mogol, donde reinaba el emperador Akbar, descendiente de los míticos Tamerlán y Gengis Khan.
El 2 de febrero de 1589 zarparon de Goa. La suya era una expedición misionera y su única arma la palabra de Dios. Desembarcaron en Bassein, al norte de Bombay (India) y tras una breve estancia volvieron a partir rumbo a Diu (isla situada al sur de la península de Kathiawar en Gujarat-India). Ambos iban disfrazados de armenios dado que en aquellos días era muy arriesgado para los portugueses viajar por las aguas del océano Índico. Los turcos otomanos habían conquistado las costas del mar Rojo y bloqueaban los puertos del litoral de Arabia. La derrota que sufrieron el 7 de octubre de 1571 en aguas de Lepanto seguía siendo una llaga de difícil cicatrización en el corazón del sultán de Istanbul.
En Diu lograron pasaje en un mercante indio que se dirigía a la isla de Massawa, en la costa de Eritrea. Pensaban llegar a Fremona en dos semanas, pero por delante les aguardaban los siete años más penosos de sus vidas.
Durante semanas aguardaron en Diu hasta que por fin el capitán de un buque armenio aceptó embarcarles para llevarles hasta Basora (en la actual Irak) y entrar en el estrecho de Ormuz. Tardaron 49 días en llegar a Muskat a causa de los vientos contrarios. Volvieron a cambiar de planes y en una nave viajaron hacia el sur, bordeando la península arábiga.
Aconsejados por un marino portugués, navegaron hasta la isla de Ormuz y lograron alojarse en una residencia de padres agustinos.
En diciembre de 1589, casi un año después de abandonar Goa, consiguieron que un pequeño navío de un mercader árabe les llevase a Zeila, en la costa somalí, siendo atacados por piratas durante la travesía. No obstante, la guarnición portuguesa del puerto de Muskat logró defenderles. Páez sufrió nuevos ataques de malaria durante aquel tiempo.
A primeros de enero de 1590, navegando hacia la costa somalí, una gran tormenta destrozó los mástiles del barco y la nave tuvo que refugiarse en la isla de As-Sawa, frente a las costas de Omán.
Páez sería años después, al escribir su libro, el primer europeo que describió aquellas costas. Y allí comenzaron sus desventuras.
Un árabe que reconoció a Páez y Montserrat como portugueses, informó a los turcos que viajaban a bordo dos europeos disfrazados de armenios. Dos barcos salieron en su búsqueda, detuvieron la nave, les arrebataron las vestimentas y encadenados fueron conducidos al puerto de Dhofar. Fueron interrogados y al confesar ser católicos, terminaron encerrados en un calabozo de la prisión, sin poder descansar a causa de las pulgas y piojos.
Durante días permanecieron encerrados y padeciendo hambre. Les amenazaron con cortarles la cabeza y enviarlos a Turquía para ser ejecutados o vendidos como esclavos. Al final, un oficial turco decidió regalarlos como esclavos a un sultán árabe.

A TRAVÉS DEL DESIERTO
Por barco fueron conducidos hasta Ras Fartak (en la costa del actual Yemen) y desde allí iniciaron una penosa marcha, atados a las colas de los camellos de una caravana y descalzos. Montserrat, más viejo que Páez, tuvo que subirse a uno de los animales junto con las cargas. Sólo comían langostas del desierto mientras cruzaban una de las zonas más duras de todo el planeta (Rub’al Khali).
Páez y Montserrat fueron los primeros europeos que cruzaron la región de Hadramaut, al sur del Yemen. Aún hoy es una geografía poco conocida.
Rub’al Khali ocupa un área de 650.000 kilómetros cuadrados al norte de Hdramaut y es la más larga extensión de desierto de arena de la Tierra (Ocupa zonas de Arabia Saudí, Omán y los Emiratos Árabes).
Marcharon durante diez interminables días, sin encontrar gentes ni caminos y soportando las temibles tormentas del desierto.
Desde Tarim continuaron viaje hacia occidente, encontrando varias poblaciones. En una de ellas les ofrecieron agua cocida con una fruta que bebían los nativos en lugar de vino. Por aquel entonces en Europa aún no se conocía el café y quizá Páez y Montserrat fueron los primeros en probarlo.
En la prisión de Haynan permanecieron cuatro meses, padeciendo grandes penalidades.
Páez en sus escritos siempre relataba cuanto iba observando, siempre como testigo, pero nunca como mártir y protagonista de la historia.
A partir de septiembre de 1596, los dos sacerdotes fueron enviados a un barco turco para servir como galeotes. Entretanto, enterados en la corte española de las penalidades que sufrían, el propio Felipe II dio órdenes al virrey de la India para que se pagara el rescate por ellos.
Una vez satisfecho dicho rescate, fueron embarcados de regreso a Diu y más tarde a Goa, quedando libres de cautiverio.
Agotada su salud, Antonio de Montserrat murió en 1599 cuando tenía 63 años. Páez, por su parte, fue recuperándose, pero en lugar de regresar a Portugal como le indicaron, pidió al general de la Orden en Roma, intentar de nuevo la misión etíope. Los duros años de cautiverio habían templado su carácter y dormido el fuego de la impaciencia.

LAS FUENTES DEL NILO AZUL
En compañía del portugués Antonio Fernandes y el napolitano Francisco de Angelis, partieron de nuevo desde Goa a principios de 1603, y de Diu a finales de marzo. El 15 de mayo llegaron a Fremona, catorce años después de haberlo intentado por primera vez. De nuevo su energía y su simpatía personal, aparte de su facilidad para los idiomas, le facilitaron su misión apostólica.
Pedro Páez siempre reflejó en su Historia de Etiopía los avatares que se sucedieron durante aquella época, con luchas internas entre los reyes etíopes y quienes aspiraban al trono, y lo hizo impregnado de realismo ya que era poco dado a la fantasía. Se encontró, como no, con múltiples problemas, a la hora de pedir ayuda a la Corona española, no en balde Felipe III, a diferencia de su padre, era poco favorable a las aventuras coloniales en Oriente y no le interesaban en absoluto.
Durante los años siguientes Páez estuvo desarrollando su misión apostólica, consiguiendo cristianizar al propio rey etíope.
En cierta ocasión, el emperador Susinios le pidió que le acompañara como consejero y capellán en una de sus incursiones militares. El jesuita no se negó y a lomos de un caballo cabalgaron juntos hacia las escabrosas montañas de la región de Sahala.
Al pie de un risco situado a unos 3.000 metros sobre el nivel del mar, y a un centenar de kilómetros al sur del lago Tana, Páez pudo ver dos estanques y ladera abajo un manantial que brotaba de la propia montaña, y como el curso de agua iba aumentando con el tributo de otros riachuelos corriendo hacia los llanos. De inmediato supo que en aquellos estanques se encontraba el nacimiento del legendario río.
Sin pretender ningún descubrimiento, el 21 de abril de 1618, Pedro Páez encontró las fuentes del Nilo Azul, siendo el primer europeo en conseguirlo.
Sin vanidad, no en balde era un hombre que prefería “ver” a “descubrir”, dejó escrito: “Y confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon antiguamente el rey Ciro y su hijo Cambises, el gran Alejandro y el famoso Julio César”.

EL NILO BLANCO Y EL NILO AZUL
El Nilo Blanco, desde el lago Victoria a Khartoum (Sudán) recorre 3.200 kilómetros, mientras que el Nilo Azul, descendiendo desde el lago Tana (Etiopía), cubres una distancia de unos 800 kilómetros. Una vez juntos y hasta llegar al mar, al Gran Nilo aún le queda por recorrer una extensión de 2.800 kilómetros.
La violencia con que nace el Nilo Blanco va perdiendo vigor conforme se desliza hacia el sur. Se rompe primero en las cataratas de Bujangali, pocos kilómetros después de su nacimiento y más adelante, en las cataratas Murchison, se desploma en dos grandes bocas. Allí recibe las aguas del lago Alberto, siguiendo su curso hacia los pantanos de Bhar-al-Gazhal en territorio sudanés, descendiendo lentamente en busca del Mediterráneo.
El Nilo Azul, por contra, baja al principio con lentitud, pero en las cataratas de Tisisat (a unos 30 kilómetros del lago Tana) salta rotundo y enfurecido, hundiéndose en profundas gargantas. Esta región cerca de Sudán resulta casi impenetrable. Luego serpentea durante varios kilómetros a través de una extensión donde abundan el cocodrilo y la serpiente pitón, el leopardo y la hiena, sin olvidar al peligroso mosquito anófeles acusante de la malaria. Una vez llega a las tierras bajas aplaca su furia y guarda un buen caudal de agua.
Desde Khartoum, el Nilo Blanco y el Azul se unen en un solo cauce que baja sereno y ancho hasta el embalse Nasser, en las cercanías de Assuán (Egipto). Más adelante desaparece devorado por las tierras de cultivo en el ancho delta que se abre a partir de El Cairo.
Ninguna de las regiones hasta hace poco inexploradas, ni las llanuras Atlánticas, ni las elevaciones del Himalaya, han ejercido a lo largo de las décadas tanta fascinación como el misterio de las fuentes del Nilo

La muerte de Pedro Páez aconteció en mayo de 1622 en Gorgora (Etiopía) a causa de la malaria. Cinco días antes había terminado de escribir el prólogo-carta al general de la Compañía de Jesús en Roma, dando por terminado el libro Historia de Etiopía. La obra original, escrita en portugués, se editó por vez primera en Oporto en 1945.
Pedro Páez fue enterrado en la primera iglesia construida en Gorgora por los jesuitas, y más adelante, cuando se concluyeron los trabajos de la nueva iglesia-palacio, sus restos fueron trasladados junto a los muros del bello edificio que él había planeado y en el que trabajó con sus propias manos. En los años siguientes y hasta su muerte, el emperador Susinios no dejó de ir con frecuencia a rezar y llorar junto a la tumba de su amigo y mentor espiritual. Los etíopes siempre le conocieron como “el segundo Apóstol de Etiopía” y así se le cita en algunas crónicas posteriores a su fallecimiento.
El rey Felipe II e Ignacio de Loyola tuvieron muy claro que la religión y la política eran los dos brazos de un mismo plan estratégico, encaminado a frenar al turco en Oriente, aislándolo entre el mar y los territorios africanos cercanos al mar Rojo y el golfo Pérsico, convirtiendo grandes multitudes a la fe católica. Pero su sucesor Felipe III no estaba para aventuras de tamaña ambición, ni pensaba de la misma manera que su padre. Todo el trabajo evangélico de Páez, que corono con un éxito absoluto durante los años que siguieron a la ascensión de Susinios al trono etíope, no sirvieron para nada. Ni a la religión ni a la política. Por suerte para Pedro Páez, él no llegó a ser testigo de los días del fracaso.

A lo largo de los años, muchos han sido los geógrafos e historiadores que han ratificado que fue Pedro Páez el primer europeo que vio las fuentes del Nilo Azul, desmintiendo las falsas teorías del escocés James Bruce.

A destacar la muy interesante y bien documentada biografía de Pedro Páez escrita por el periodista Javier Reverte con el título: Dios, el diablo y la aventura (Ed. Random House Mondadori S.A.)