PRIMER
EUROPEO QUE DESCUBRIÓ LAS FUENTES DEL NILO AZUL
Este
jesuita misionero fue el primer europeo que llegó a las fuentes del Nilo Azul,
en el lago Tana (Etiopía) en abril de 1618 (152 años antes que el escocés James
Bruce, que se atribuyó falazmente la gloria del descubrimiento, y 244 años
antes que el inglés John Haning Speke alcanzara el nacimiento del Nilo Blanco,
en las orillas ugandesas del lago Victoria).
Y
sin embargo, fue un gran desconocido en su propio país, dado que, ni los más
afamados diccionarios y enciclopedias españoles hacían mención de este jesuita
aventurero.
Nacido
en 1564 en el castellano pueblo de Olmedo de la Cebolla (en la actualidad
Olmeda de las fuentes), próximo a Madrid, Pedro Páez Jaramillo sirvió toda su
vida a la Compañía de Jesús, en la cual ingresó veintiséis años después de la
muerte de su fundador (Ignacio de Loyola murió en 1556) y treinta después de la
muerte de Francisco Javier, el primer gran misionero de la Orden.
Hijo
de una familia adinerada, se conoce bien poco de sus primeros años.
Posiblemente estudió en Alcalá de Henares. Su vocación religiosa despertó muy
pronto, tal vez influido por un pariente suyo, Esteban Páez, que ejercía como
provincial de la Compañía de Jesús en México, cuando él era aún adolescente.
ESTUDIOS EN PORTUGAL Y VIAJE A
GOA (INDIA)
Con
dieciséis años partió de Castilla hacia Portugal en 1580 para estudiar en la
universidad de Coimbra. Dos años después regresó a su tierra natal para
continuar su formación como seminarista en el convento de Belmonte (Cuenca),
lugar donde nació Fray Luis de León. Allí estudió principalmente filosofía y
teología.
Páez
estudió seis años en Belmonte y debió viajar por España. Por aquellos días, las
gestas evangelizadoras de los misioneros jesuitas, henchían la imaginación de
los jóvenes deseosos de viajes y aventuras, y él era uno de aquellos
apasionados muchachos deseosos de acción. Con 23 años escribió una carta a
Roma, al general de la Compañía de Jesús, expresándole su deseo de viajar a las
misiones de Oriente.
En
abril de 1588, sin concluir sus estudios y sin ordenarse todavía, sus
superiores le propusieron viajar de Lisboa (Portugal) a Goa (India), donde los
jesuitas tenían sus casas principales en Asia. La necesidad de misioneros en
los lejanos destinos de Oriente se hacía acuciante.
Se
embarcó en la carabela Santo Tomás sin dudarlo un instante, con varios
compañeros jesuitas. Un viaje del que no regresaría jamás.
Páez
atesoraba en su carácter todas las virtudes de la Orden: espiritualidad, valor,
disciplina, enormes dotes intelectuales y pedagógicas, gran capacidad para las
lenguas, donde gentes y un amor muy especial por el viaje y la aventura. El
propio Ignacio de Loyola no podía precisar de un misionero con mejores cualidades.
En
octubre de 1588, tras siete meses de travesía en los cuales enfermó varias
veces, llegó a Goa (India). Una vez allí aprovechó para seguir estudiando
teología, visitaba la prisión de la ciudad para asistir a los encarcelados y
enseñaba catecismo a los conversos.
“Cuanto más trabajosa y difícil
sea la misión, con mayor contento y alegría la acepto” ¿Eran aquellas palabras de un
hombre de la Iglesia o la voz de un apasionado aventurero?
PRISIONERO DE LOS TURCOS
Páez
fue ordenado sacerdote en Goa a finales de 1589 cuando tenía 25 años, y de
inmediato se embarcó rumbo a Etiopía, para llegar a la misión de Fremona, un
lugar olvidado donde sobrevivían con dificultad unos jesuitas que llevaban
aislados cerca de treinta años. Su compañero de viaje fue Antonio de
Montserrat, natural de Vic (Barcelona), un sacerdote de cincuenta años con
dilatada experiencia en el continente asiático, no en balde en las décadas
anteriores había viajado por el Himalaya, visitando la corte del Gran Mogol,
donde reinaba el emperador Akbar, descendiente de los míticos Tamerlán y Gengis
Khan.
El
2 de febrero de 1589 zarparon de Goa. La suya era una expedición misionera y su
única arma la palabra de Dios. Desembarcaron en Bassein, al norte de Bombay
(India) y tras una breve estancia volvieron a partir rumbo a Diu (isla situada
al sur de la península de Kathiawar en Gujarat-India). Ambos iban disfrazados
de armenios dado que en aquellos días era muy arriesgado para los portugueses
viajar por las aguas del océano Índico. Los turcos otomanos habían conquistado
las costas del mar Rojo y bloqueaban los puertos del litoral de Arabia. La
derrota que sufrieron el 7 de octubre de 1571 en aguas de Lepanto seguía siendo
una llaga de difícil cicatrización en el corazón del sultán de Istanbul.
En
Diu lograron pasaje en un mercante indio que se dirigía a la isla de Massawa,
en la costa de Eritrea. Pensaban llegar a Fremona en dos semanas, pero por
delante les aguardaban los siete años más penosos de sus vidas.
Durante
semanas aguardaron en Diu hasta que por fin el capitán de un buque armenio
aceptó embarcarles para llevarles hasta Basora (en la actual Irak) y entrar en
el estrecho de Ormuz. Tardaron 49 días en llegar a Muskat a causa de los
vientos contrarios. Volvieron a cambiar de planes y en una nave viajaron hacia
el sur, bordeando la península arábiga.
Aconsejados
por un marino portugués, navegaron hasta la isla de Ormuz y lograron alojarse
en una residencia de padres agustinos.
En
diciembre de 1589, casi un año después de abandonar Goa, consiguieron que un
pequeño navío de un mercader árabe les llevase a Zeila, en la costa somalí,
siendo atacados por piratas durante la travesía. No obstante, la guarnición
portuguesa del puerto de Muskat logró defenderles. Páez sufrió nuevos ataques
de malaria durante aquel tiempo.
A
primeros de enero de 1590, navegando hacia la costa somalí, una gran tormenta
destrozó los mástiles del barco y la nave tuvo que refugiarse en la isla de
As-Sawa, frente a las costas de Omán.
Páez
sería años después, al escribir su libro, el primer europeo que describió
aquellas costas. Y allí comenzaron sus desventuras.
Un
árabe que reconoció a Páez y Montserrat como portugueses, informó a los turcos
que viajaban a bordo dos europeos disfrazados de armenios. Dos barcos salieron
en su búsqueda, detuvieron la nave, les arrebataron las vestimentas y
encadenados fueron conducidos al puerto de Dhofar. Fueron interrogados y al
confesar ser católicos, terminaron encerrados en un calabozo de la prisión, sin
poder descansar a causa de las pulgas y piojos.
Durante
días permanecieron encerrados y padeciendo hambre. Les amenazaron con cortarles
la cabeza y enviarlos a Turquía para ser ejecutados o vendidos como esclavos.
Al final, un oficial turco decidió regalarlos como esclavos a un sultán árabe.
A TRAVÉS DEL DESIERTO
Por
barco fueron conducidos hasta Ras Fartak (en la costa del actual Yemen) y desde
allí iniciaron una penosa marcha, atados a las colas de los camellos de una
caravana y descalzos. Montserrat, más viejo que Páez, tuvo que subirse a uno de
los animales junto con las cargas. Sólo comían langostas del desierto mientras
cruzaban una de las zonas más duras de todo el planeta (Rub’al Khali).
Páez
y Montserrat fueron los primeros europeos que cruzaron la región de Hadramaut,
al sur del Yemen. Aún hoy es una geografía poco conocida.
Rub’al
Khali ocupa un área de 650.000 kilómetros cuadrados al norte de Hdramaut y es
la más larga extensión de desierto de arena de la Tierra (Ocupa zonas de Arabia
Saudí, Omán y los Emiratos Árabes).
Marcharon
durante diez interminables días, sin encontrar gentes ni caminos y soportando
las temibles tormentas del desierto.
Desde
Tarim continuaron viaje hacia occidente, encontrando varias poblaciones. En una
de ellas les ofrecieron agua cocida con una fruta que bebían los nativos en
lugar de vino. Por aquel entonces en Europa aún no se conocía el café y quizá
Páez y Montserrat fueron los primeros en probarlo.
En
la prisión de Haynan permanecieron cuatro meses, padeciendo grandes
penalidades.
Páez
en sus escritos siempre relataba cuanto iba observando, siempre como testigo,
pero nunca como mártir y protagonista de la historia.
A
partir de septiembre de 1596, los dos sacerdotes fueron enviados a un barco
turco para servir como galeotes. Entretanto, enterados en la corte española de
las penalidades que sufrían, el propio Felipe II dio órdenes al virrey de la
India para que se pagara el rescate por ellos.
Una
vez satisfecho dicho rescate, fueron embarcados de regreso a Diu y más tarde a
Goa, quedando libres de cautiverio.
Agotada
su salud, Antonio de Montserrat murió en 1599 cuando tenía 63 años. Páez, por
su parte, fue recuperándose, pero en lugar de regresar a Portugal como le
indicaron, pidió al general de la Orden en Roma, intentar de nuevo la misión
etíope. Los duros años de cautiverio habían templado su carácter y dormido el
fuego de la impaciencia.
LAS FUENTES DEL NILO AZUL
En
compañía del portugués Antonio Fernandes y el napolitano Francisco de Angelis,
partieron de nuevo desde Goa a principios de 1603, y de Diu a finales de marzo.
El 15 de mayo llegaron a Fremona, catorce años después de haberlo intentado por
primera vez. De nuevo su energía y su simpatía personal, aparte de su facilidad
para los idiomas, le facilitaron su misión apostólica.
Pedro
Páez siempre reflejó en su Historia de
Etiopía los avatares que se sucedieron durante aquella época, con luchas
internas entre los reyes etíopes y quienes aspiraban al trono, y lo hizo
impregnado de realismo ya que era poco dado a la fantasía. Se encontró, como
no, con múltiples problemas, a la hora de pedir ayuda a la Corona española, no
en balde Felipe III, a diferencia de su padre, era poco favorable a las
aventuras coloniales en Oriente y no le interesaban en absoluto.
Durante
los años siguientes Páez estuvo desarrollando su misión apostólica,
consiguiendo cristianizar al propio rey etíope.
En
cierta ocasión, el emperador Susinios le pidió que le acompañara como consejero
y capellán en una de sus incursiones militares. El jesuita no se negó y a lomos
de un caballo cabalgaron juntos hacia las escabrosas montañas de la región de
Sahala.
Al
pie de un risco situado a unos 3.000 metros sobre el nivel del mar, y a un
centenar de kilómetros al sur del lago Tana, Páez pudo ver dos estanques y
ladera abajo un manantial que brotaba de la propia montaña, y como el curso de
agua iba aumentando con el tributo de otros riachuelos corriendo hacia los
llanos. De inmediato supo que en aquellos estanques se encontraba el nacimiento
del legendario río.
Sin
pretender ningún descubrimiento, el 21 de abril de 1618, Pedro Páez encontró
las fuentes del Nilo Azul, siendo el primer europeo en conseguirlo.
Sin
vanidad, no en balde era un hombre que prefería “ver” a “descubrir”, dejó
escrito: “Y confieso que me alegré de ver
lo que tanto desearon antiguamente el rey Ciro y su hijo Cambises, el gran
Alejandro y el famoso Julio César”.
EL NILO BLANCO Y EL NILO AZUL
El
Nilo Blanco, desde el lago Victoria a Khartoum (Sudán) recorre 3.200
kilómetros, mientras que el Nilo Azul, descendiendo desde el lago Tana
(Etiopía), cubres una distancia de unos 800 kilómetros. Una vez juntos y hasta
llegar al mar, al Gran Nilo aún le queda por recorrer una extensión de 2.800
kilómetros.
La
violencia con que nace el Nilo Blanco va perdiendo vigor conforme se desliza
hacia el sur. Se rompe primero en las cataratas de Bujangali, pocos kilómetros
después de su nacimiento y más adelante, en las cataratas Murchison, se
desploma en dos grandes bocas. Allí recibe las aguas del lago Alberto,
siguiendo su curso hacia los pantanos de Bhar-al-Gazhal en territorio sudanés,
descendiendo lentamente en busca del Mediterráneo.
El
Nilo Azul, por contra, baja al principio con lentitud, pero en las cataratas de
Tisisat (a unos 30 kilómetros del lago Tana) salta rotundo y enfurecido,
hundiéndose en profundas gargantas. Esta región cerca de Sudán resulta casi
impenetrable. Luego serpentea durante varios kilómetros a través de una
extensión donde abundan el cocodrilo y la serpiente pitón, el leopardo y la
hiena, sin olvidar al peligroso mosquito anófeles acusante de la malaria. Una
vez llega a las tierras bajas aplaca su furia y guarda un buen caudal de agua.
Desde
Khartoum, el Nilo Blanco y el Azul se unen en un solo cauce que baja sereno y
ancho hasta el embalse Nasser, en las cercanías de Assuán (Egipto). Más
adelante desaparece devorado por las tierras de cultivo en el ancho delta que
se abre a partir de El Cairo.
Ninguna
de las regiones hasta hace poco inexploradas, ni las llanuras Atlánticas, ni
las elevaciones del Himalaya, han ejercido a lo largo de las décadas tanta
fascinación como el misterio de las fuentes del Nilo
La
muerte de Pedro Páez aconteció en mayo de 1622 en Gorgora (Etiopía) a causa de
la malaria. Cinco días antes había terminado de escribir el prólogo-carta al
general de la Compañía de Jesús en Roma, dando por terminado el libro Historia
de Etiopía. La obra original, escrita en portugués, se editó por vez primera en
Oporto en 1945.
Pedro
Páez fue enterrado en la primera iglesia construida en Gorgora por los
jesuitas, y más adelante, cuando se concluyeron los trabajos de la nueva
iglesia-palacio, sus restos fueron trasladados junto a los muros del bello
edificio que él había planeado y en el que trabajó con sus propias manos. En
los años siguientes y hasta su muerte, el emperador Susinios no dejó de ir con
frecuencia a rezar y llorar junto a la tumba de su amigo y mentor espiritual.
Los etíopes siempre le conocieron como “el segundo Apóstol de Etiopía” y así se
le cita en algunas crónicas posteriores a su fallecimiento.
El
rey Felipe II e Ignacio de Loyola tuvieron muy claro que la religión y la
política eran los dos brazos de un mismo plan estratégico, encaminado a frenar
al turco en Oriente, aislándolo entre el mar y los territorios africanos
cercanos al mar Rojo y el golfo Pérsico, convirtiendo grandes multitudes a la
fe católica. Pero su sucesor Felipe III no estaba para aventuras de tamaña
ambición, ni pensaba de la misma manera que su padre. Todo el trabajo
evangélico de Páez, que corono con un éxito absoluto durante los años que
siguieron a la ascensión de Susinios al trono etíope, no sirvieron para nada.
Ni a la religión ni a la política. Por suerte para Pedro Páez, él no llegó a
ser testigo de los días del fracaso.
A
lo largo de los años, muchos han sido los geógrafos e historiadores que han
ratificado que fue Pedro Páez el primer europeo que vio las fuentes del Nilo
Azul, desmintiendo las falsas teorías del escocés James Bruce.
A
destacar la muy interesante y bien documentada biografía de Pedro Páez escrita
por el periodista Javier Reverte con el título: Dios, el diablo y la aventura (Ed. Random House Mondadori S.A.)