DOMINGO BADÍA (ALI BEY EL ABASÍ) (1767 – 1818)


 
Explorador, espía, arabista y aventurero, Domingo Badía, conocido también con el nombre de Alí Bey el-Abasí fue a lo largo de su controvertida vida y, sin lugar a ningún género de dudas, un singular personaje.
Nacido en Barcelona en 1767, se sabe que ya desde su infancia manifestó una gran inteligencia y una vasta cultura, que le hizo aprender astronomía, física, historia natural, matemáticas y filosofía. Pero lo que realmente tuvo más influencia a lo largo de toda su existencia fue la pasión que sintió por la cultura islámica, que le llevó a aprender árabe y a estudiar la historia y costumbres musulmanas.
Hijo de Pedro Badía y Catalina Leblich, en 1778 se trasladó a Cuevas de Almanzora (Almería) a causa del nombramiento de su padre como Contador de Guerra y Tesorero del Partido Judicial de Vera en Granada. Fue en éste lugar precisamente donde comenzó a interesarse por el mundo musulmán, debido al ambiente morisco que predominaba por aquel entonces en aquella zona de Andalucía. En 1791 se casó con Maria Luisa Berruezo, de la que tuvo una hija llamada María Asunción. Al año siguiente de su matrimonio se mudó junto con su esposa a Córdoba, para desempeñar su empleo como Administrador de Rentas de Tabaco.
Durante este tiempo y al margen de seguir estudiando árabe, debido a su espíritu inquieto se interesó por la aerostación. Según se cree, intentó poner en práctica un ambicioso proyecto, embarcando a su suegro en un negocio de globos aerostáticos que le llevó finalmente a la bancarrota. En 1793 decidió marcharse a Madrid junto con toda su familia.

ESPÍA DEL REY CARLOS IV
Su mundo de aventuras se inició estando en la Corte, donde se ganó el favor de los nobles merced a su erudición y al hecho de establecer estrechos lazos de amistad con Godoy, por aquel entonces primer ministro del rey Carlos IV. Dos años más tarde le presentó a éste el proyecto de una expedición científica y geográfica que debería recorrer el por aquellas épocas bastante desconocido continente africano, anunciando que los resultados reportarían notables beneficios para la Corona española.
Se trataba de un extenso viaje, alrededor de unos 18.000 kilómetros, en el que exploraría el Sahara hasta cruzar el Atlas, incluso trataría de llegar al golfo de Guinea y el Nilo. Su desbocada imaginación aventurera empezaba a funcionar.
Pensando, además, con buen olfato antropológico que, conociendo el árabe y algunas costumbres, aparte de adoptar el atuendo nativo, podría triunfar en su empeño donde otros antes habían fracasado. Estos habían sido objeto de rechazo por parte de muchas de las poblaciones que intentaban visitar o bien fueron víctimas de asaltos por parte de quienes reconocían a los europeos a simple vista. Domingo Badía debía vestirse de musulmán, más aún convertirse en uno de ellos, para así mejor adaptarse a la cultura ajena. Al respecto, se asegura que antes de emprender viaje se desplazó a París y Londres con la intención de adquirir instrumentos científicos. Fue en estas ciudades donde muy posiblemente se inició en la masonería, conociendo a eminentes personalidades de la época. Algunas fuentes no confirmadas hablan también de que en la capital británica se hizo circuncidar.
Entretanto, la misión inicialmente científica comenzó a convertirse en un asunto político: el ministro Godoy pensaba aprovechar la inestable situación por la que atravesaba el reino de Marruecos para poner al país bajo control español.
A finales de mayo de 1803 se inició la gran aventura de Badía. Según él mismo relató en su libro de viajes: “Me embarqué en Tarifa en una pequeña lancha y después, atravesando el estrecho de Gibraltar, en cuatro horas entré en el puerto de Tánger. La sensación que experimenta el hombre que por primera vez hace estar corta travesía no puede compararse sino al efecto de un sueño”.
Nada más llegar a Marruecos, adoptó el nombre de Ali Bey el-Abasí, inventándose un ilustre origen musulmán al declarar que era príncipe descendiente de los abasíes, emparentados con la familia del Profeta, y que había sido educado en Europa. Esta artimaña le sería de gran utilidad a lo largo de toda su vida, pues le abrió puertas de un mundo inaccesible para los occidentales.
Llegó a recorrer todo Marruecos, Fez, Meknes, Rabat y atravesó parte del Sahara conociendo a sus pobladores bereberes, siempre dejando constancia en sus escritos de todas sus experiencias: orando en mezquitas, asistiendo a bodas y entierros, hablando de las costumbres de la corte del Sultán a quien conoció, así como a todos sus nobles, incluso llegó a culminar uno de sus objetivos, elucubrando la posibilidad de que existiera otro mar Mediterráneo en el centro de África, de ahí que tratara de localizar los restos de la Atlántida, mítica civilización perdida, junto a un mar interior al sur del desierto del Sahara: “He pensado que la antigua isla Atlántida se formaba de la cordillera del monte Atlas. Que existe en África un mar Mediterráneo, que así como el Caspio en Asia, existe por sí mismo sin comunicación con otros mares”.
Ali Bey no tardó en ganarse los favores de todos quienes le conocían. Su erudición impresionaba a sus interlocutores. Tan pronto llegó a Marrakech relató: “Mi llegada causó la más viva alegría del Sultán, como también de Muley Abdsulem y demás amigos que tenía en la corte”.
En cierta ocasión, estando en Marrakech y merced a sus conocimientos astronómicos, llegó a predecir un eclipse de luna, motivo por el cual: “Muchos bajaes y otras personas de consideración se reunieron en mi casa para observarlo”.
El Sultán no dejó nunca de colmarle de atenciones y agasajos, obsequiándole con dos mujeres, una blanca (Mohàna) y otra negra (Tigmu). No rechazó tal presente, aunque se ganó aún más la admiración del Sultán al manifestar que, hasta que no visitase en peregrinación La Meca, no yacería con ninguna mujer. Incluso había quienes le consideraban un santo, debiendo repartir trozos de su vestimenta como si se tratara de reliquias.

EN RUTA HACIA LA MECA
Entretanto, en España la misión política había caído en desinterés y Alí Bey parecía casi olvidado.
Tras solicitar la preceptiva autorización del Sultán, partió hacia La Meca y desde Larache fue a Trípoli, embarcó en el Mediterráneo llegando a la isla de Chipre y al puerto de Limasol. Después viajó a Nicosia, Citera y Páfos y tras una peripecia de varios meses arribó a Alejandría y hasta El Cairo por el Nilo. Más tarde continuaría hasta Suez y posteriormente hasta La Meca, donde se convirtió en uno de los primeros occidentales que llegó a besar la piedra negra de la Kaaba o “Casa de Dios”, símbolo sagrado del Islam. Al respecto, el primer europeo, no musulmán, que entró en La Meca fue el italiano Ludovico de Verthema en 1503, y unos pocos años más tarde entraría en ese sagrado lugar el portugués Pedro da Covilhä. No obstante, a Domingo Badía se le debe la primera fijación de la posición geográfica y los dibujos de los templos.
Estuvo bastante tiempo visitando aquella tierras árabes, dando amplia razón en sus anotaciones de todo cuanto presenciaba y los ritos y costumbres de quienes siempre le rodeaban. Con posterioridad viajó a Medina y de nuevo a Suez, y más tarde a Palestina, visitando Jerusalén y el resto de Tierra Santa, En territorio sirio visitó Damasco, Alepo y llegó hasta los límites del desierto en Palmira, la antigua Tadmor.
De regreso hacia Europa estuvo en Turquía, visitando Constantinopla, Konya, todo el Bósforo y las riberas del mar de Mármara, y finalmente Rumania y Bulgaria.

REGRESO A ESPAÑA
Estando en Bayona (Francia), la invasión francesa de España y el desinterés de sus proyectos por parte del destronado rey Carlos IV, determinaron a Domingo Badía a acudir al propio Napoleón para ofrecerle sus servicios. El emperador desconfió al comienzo de sus intenciones y lo envió con una carta de recomendación a su hermano José I, el popularmente llamado “Pepe Botella”, quien le nombró para diferentes cargos. En España fue tachado de afrancesado y traidor a su patria, motivo por el cual no recibió ningún reconocimiento.
La derrota francesa le obligó a exiliarse en París, desde donde escribió sus memorias, recopilando en Los viajes de Alí Bey, todas las experiencias vividas durante sus viajes, aunque nunca hizo constar sus intrigas políticas.
Los últimos años de la agitada y fantástica vida de Domingo Badía están rodeados de incógnitas. Se asegura que fue nombrado Mariscal de Campo por Luís XVIII, partiendo de nuevo hacia Oriente en una misión secreta con el nombre de Alí Othman, pero fue descubierto por los servicios secretos ingleses (la Corona británica temía la creciente influencia francesa sobre el Próximo Oriente) y murió cerca de Damasco. Se está en la creencia de que fue envenenado al tomar café, tras disfrutar de un ágape ofrecido por un Pachá, aunque otros aseguran que falleció de una disentería aguda. Lo cierto es que en torno a su muerte existen más conjeturas que certidumbres.
Con la muerte de este singular personaje no hizo más que comenzar la leyenda, el mito de Alí Bey, dado que, al parecer, entre sus pertenencias se encontraron infinidad de escritos con dibujos que durante mucho tiempo se llegó a pensar que describían lugares aún por descubrir.
Los viajes relatados en sus crónicas fueron leídos por toda Europa y promovieron la curiosidad por la cultura islámica. Aunque con algunas reticencias, llegaron a admirarle aventureros y exploradores tan prestigiosos como Richard Francis Burton y Alexander von Humboldt.
Poco importa ya si Domingo Badía fue científico o espía, musulmán o cristiano, aventurero o prohombre, pero de lo que no cabe ninguna duda es que a lo largo de su vida fue un excepcional viajero.