FERNANDO DE MAGALLANES (1480 – 1521) (2ª Parte)


Los capitanes rogaron a Magallanes que regresaran a la patria, o al menos a las latitudes más clementes del río de la Plata para pasar el invierno, pero Magallanes se negó tercamente. Enseguida estalló el motín que tanto había esperado. Según Pigafetta y, como cabía esperar, el cabecilla fue Juan de Cartagena. Dueño de tres barcos, al parecer planeaba lanzarse hacia la entrada del puerto y poner proa a España, pero no estuvo a la altura de Magallanes, quien situó a algunos de sus hombres a bordo de un barco amotinado para que se apoderasen de éste, y una vez dueño de la situación cerró la boca del puerto y consiguió recuperar el dominio sobre las cinco naves.
Magallanes juzgó inmediatamente a los jefes de la conjura y todos ellos fueron hallados responsables de amotinamiento. Con sombrío sentido teatral, dispuso una ejecución ritual ante un fondo de rocas ásperas, en presencia de oficiales y marineros. Uno de los capitanes amotinados fue llevado al tajo y allí su propio sirviente le cortó la cabeza. Su cuerpo y el de otro capitán muerto en la pelea, fueron arrastrados y descuartizado… y los miembros colgados de cuatro horcas alzadas en la playa de la bahía. La autoridad de Magallanes estaba restablecida incuestionablemente. En cuanto a Juan de Cartagena, quien estuvo acompañado por un clérigo también amotinado, ambos fueron abandonados cuando la flota volvió a ponerse en marcha.

EN LA COSTA DE LA PATAGONIA
Transcurrieron dos meses en Puerto de San Julián antes de ver nativos, hasta que "un día vimos de repente a un hombre desnudo de estatura gigantesca, bailando en la playa, cantando y echándose polvo en la cabeza... Este hombre era tan grande que nuestra cabeza llegaba apenas a su cintura. De hermosa talla, su cara era ancha y teñida de rojo, excepto los ojos, rodeados por un círculo amarillo, y dos trazos en forma de corazón en las mejillas. Sus cabellos, escasos, parecían blanqueados con algún polvo”.
No tardaron en surgir ante su vista más “gigantes”, los cuales entablaron buenas relaciones con los exploradores, hasta el punto de bailar con ellos y dejando huellas de medio palmo de profundidad en la arena. Al parecer rellenaban con hierba seca las pieles en que se envolvían los pies a fin de proporcionarse más calor, dando la impresión de unos pies descomunales, por lo que Magallanes llamó “patagones" a aquellos gigantes, de ahí que la región no tardara en ser conocida con el nombre de Patagonia.
Con el apremio de seguir la exploración, Magallanes mandó a la nave Santiago a reconocer la costa hacia el sur. El barco se perdió en una tormenta, pero los supervivientes (por suerte todos, menos uno) informaron haber hallado un puerto mucho más favorable. Hacia él se dirigieron a finales de agosto los cuatro barcos restantes, después de cinco meses en el tétrico fondeadero de Puerto de San Julián, y allí permanecieron hasta el 18 de octubre.
Por aquellas fechas se acercaba la primavera austral y Magallanes ansiaba seguir la busca del huidizo estrecho. Tres días después y aproximadamente cien millas más al sur, la flota costeó un cabo arenoso y entró en otra vasta bahía. Los capitanes protestaron diciendo que era inútil perder tiempo explorándola, alegando que no podía haber estrecho en el extremo occidental de la bahía. Pero el capitán general no estaba dispuesto a perder ninguna oportunidad. Ordenó a los capitanes de la Concepción y la San Antonio que buscaran en la bahía una salida por el oeste.
Una repentina tormenta hizo desaparecer los dos barcos tras un promontorio rocoso que asomaba en la bahía, y el viento impidió a Magallanes seguirlos durante dos días. Cuando por fin consiguió doblar el cabo, no tardó en ver las dos naves perdidas, con gallardetes al viento y disparando cañonazos. Al parecer tenían buenas nuevas, pero el capitán general, con su dominio acostumbrado, no prorrumpió en expresiones de alegría. Se limitó a inclinar la cabeza y santiguarse. Pronto la San Antonio se acercó para que su capitán anunciara gozoso que los barcos habían navegado más de un centenar de millas por un canal angosto y hondo, con marcas muy notables y sin rastro de agua dulce. No era la desembocadura de un río, debía ser el estrecho al gran “Mar del Sur”.

LA “TIERRA DEL FUEGO” Y EL OCÉANO PACÍFICO
La flotilla se adentró majestuosamente por un paso imponente, entre montañas altísimas. "Y pensaron que en el mundo no había mejor ni más hermoso estrecho que éste", declaró Pigafetta entusiasmado.
Este estrecho de Todos los Santos, como lo llamó Magallanes, y que hoy lleva con justicia su nombre, no es un canal ordinario. Su anchura varía entre 3 y 30 kilómetros, y constituye un laberinto líquido lleno de quiebros, vueltas y ramificaciones que llevan a incontables callejones sin salida y angosturas. Salvo unas cabañas llenas de cuerpos momificados y la breve visita de una canoa de nativos que desaparecieron misteriosamente en la noche, los exploradores avistaron pocas señales de vida humana. Pero más adelante vieron parpadear y lucir hacia el sur muchas hogueras, y Magallanes llamó al lugar “Tierra del Fuego”, como sigue llamándose hasta la fecha la gran isla que hay al sur del estrecho.
Toparon con una gran isla en el canal y Magallanes ordenó al capitán de su nave de mayor tamaño, la San Antonio, que explorara su lado meridional mientras el resto de la flota seguía por la orilla norte. No tardaron en encontrar un buen lugar donde fondear en la desembocadura de un río pululante de sardinas. Magallanes aprovecho para poner a su tripulación a salar una buena provisión de pescado. Luego, en vez de arriesgar su embarcación por aquellas aguas inexploradas, mandó algunos marineros en un esquife a buscar una salida al mar. Pocos días después volvieron, gritando que la habían hallado. La noticia produjo a Magallanes tal emoción que, según Pigafetta, aquel hombre de hierro lloró.
Pero la nave San Antonio no volvió. Temiendo que hubiera naufragado, Magallanes perdió cerca de tres semanas buscándola en vano, hasta que tuvo que rendirse a la triste evidencia de que la tripulación había desertado y retornado a España, llevándose gran parte de las escasas provisiones de la flota. Aunque la catástrofe dejó a Magallanes bastante desabastecido, resolvió seguir hacia el oeste entre las brumas y agitadas aguas del estrecho. Finalmente, el 28 de noviembre, los tres barcos salieron del canal a un océano vasto y tranquilo. Después de la indispensable ceremonia de acción de gracias, Magallanes anunció a sus oficiales: "Señores, navegamos por aguas que ningún navío recorrió antes. Ojala siempre las hallemos tan sosegadas como esta mañana. Con esta esperanza llamaré a este mar, Pacífico”.
En lugar de lanzarse osadamente al noroeste por la inmensa extensión del océano, Magallanes avanzó hacia el norte durante algún tiempo, siguiendo la costa de lo que hoy es Chile. Aunque este derrotero sólo sirvió para aplazar la angustia de adentrarse en la soledad, trajo consigo una apreciable ventaja: algo de calor. Los exhaustos marineros de Magallanes, que llevaban tiritando desde su llegada a Puerto de San Julián, más de ocho meses antes, se regocijaron al sentir que el sol y un aire más benévolo les acariciaba la piel.
Los barcos prosiguieron hacia el norte por espacio de casi tres semanas hasta que Magallanes, preocupado por la disminución de las provisiones, dio la orden decisiva de poner rumbo al noroeste. La señal corrió de buque en buque, tres timones viraron a estribor y la flotilla se adentró en el mar abierto. Magallanes no podía saber que en su recorrido pasaría de largo cerca de innumerables islas que salpican el Pacífico central, ni que aún lo separaba de las islas Molucas un océano que cubre un tercio de la superficie terrestre.
El año 1521 se inició sin novedad; día tras día, semana tras semana los vigías escrutaban el horizonte esperanzados, pero las anheladas islas no aparecían. Se hubiera dicho que los tres barcos chapoteaban sin adelantar en la inmensidad azul y sin un fin visible.
Los horrores del hambre no tardaron en ser una atroz realidad. Pigafetta recuerda que comían galletas llenas de gusanos y hedían a olores de ratón. Y también llegaron a comer pedazos del cuero con que habían recubierto el palo mayor para impedir que la madera rozase las cuerdas. Incluso bebieron agua amarilla, podrida de varios días... Los marineros hambrientos y debilitados por el escorbuto, se disputaban las ratas atrapadas en la bodega.
El sufrimiento de sus hombres suscitó en Magallanes un imprevisto caudal de compasión. Todas las mañanas cojeaba entre las víctimas, cuidando de los que habían escapado de la muerte durante la noche. Pigafetta advirtió con admiración que el capitán general "nunca se quejaba ni se hundía en la desesperanza”.
Por fortuna, al filo del 24 de enero, después de casi dos meses de navegar sin ver tierra, apareció en el horizonte un diminuto atolón deshabitado. Los hambrientos marineros se hartaron de comer aves marinas y huevos de tortuga y renovaron su provisión de agua dulce. Un par de semanas después vieron otra isla, pero el viento se llevó de largo a la flotilla sin que los pilotos pudieran remediarlo.
Siguieron pasando semanas. El 4 de marzo llevaban 97 días viajando por el Pacífico. Dos días después, uno de los pocos que conservaban fuerzas para trepar a la arboladura, avistó tierra y dio aviso de forma alborozada.
La pequeña flota acababa de anclar ante la isla llamada hoy Guam, cuando la rodeó una multitud de canoas de balancín repletas de emocionados nativos que subieron a bordo en tropel, y con ágiles dedos se llevaron todo cuanto hallaron a su alcance. La rapiña continuó hasta que, hartos de aquella invasión, algunos marineros hicieron uso de sus armas. Magallanes llamó desdeñosamente a aquella tierra “la isla de los ladrones”.
Con los isleños en jaque merced a quemarles las chozas, el capitán general también consiguió mandar una partida a tierra para que les saquearan, consiguiendo apoderarse del agua dulce y la comida fresca de los nativos, algo que tanto necesitaban los enfermos de escorbuto, disfrutando de una comilona de cerdo asado, pollo, arroz, plátanos y cocos. Pocos días después se detuvieron en otra isla para volverse a avituallar, y en breve empezaron a recobrar salud los marineros agotados. Curaron las úlceras, se afianzaron los dientes flojos y mejoraron las encías reblandecidas.
Fortificados y con el ánimo recuperado, los exploradores navegaron al oeste. El 16 de marzo apareció otra isla grande, y en los días siguientes no dejaron de dibujarse en el horizonte nuevas islas. Magallanes fue comprendiendo que había dado con un enorme archipiélago desconocido. Eran las islas Filipinas. Aunque allí no había especias, los isleños tenían abundancia de oro y de perlas. Con el tiempo se constituiría un próspero comercio transpacífico entre las islas y los puertos españoles de las costas occidentales de América Central y del Sur.

MUERTE DE MAGALLANES
Anclado ante una de las islas, Magallanes comprobó con emoción que virtualmente había dado la vuelta al mundo. Al acercárseles una canoa llena de isleños, el negro Enrique, esclavo del capitán general desde sus días de juventud en el Lejano Oriente, habló a los nativos en malayo, lenguaje usado en todas las Indias. Los isleños le entendieron y contestaron. Magallanes había salido de las Indias orientales ocho años atrás, en 1513. Ahora, a fuerza de alejarse continuamente de ellas, las iba alcanzando de nuevo.
Aquel momento supremo en la vida del capitán general pareció haber ejercido sobre él un efecto extraordinario. Siempre profundamente religioso, le acometió un obsesivo celo misionero. Aplazó la última etapa de su viaje a las Molucas, se detuvo en la gran isla de Cebú, improvisó un altar en la orilla y comenzó a predicar a multitudes de nativos fascinados. "El capitán les dijo que no debían volverse cristianos por miedo -informó Pigafetta- ni por darle gusto, sino por su voluntad". Sus sermones, traducidos por el negro Enrique, debieron ser extraordinariamente eficaces. En un solo día, el 14 de abril, Magallanes bautizó a docenas de jefes locales, incluyendo al mismo rajá de Cebú, junto con centenares de súbditos. "Después de haber plantado una gran cruz en medio de la plaza se pregonó que cualquiera que quisiera cristianarse debería destruir todos sus ídolos, colocando la cruz en su lugar. Todos consintieron. El capitán, tomando al rey de la mano le condujo al tablado (adornado con tapicerías y ramas de palmeras) y se le bautizó con el nombre de Carlos, por el rey-emperador de España… Mostré a la reina una imagen pequeña de la Virgen con el niño Jesús, que le agradó y enterneció mucho. Me la pidió para colocarla en lugar de sus ídolos y se la di de buena gana". Fue entonces negociada una alianza con el rajá, estableciendo la autoridad de España sobre Filipinas.
Sólo un jefe que mandaba en la diminuta isla de Mactán, estuvo en desacuerdo con la conquista pacífica de Magallanes. Embriagado por su éxito evangélico y político, el capitán general olvidó su cautela acostumbrada. Apiñó a toda prisa unos cincuenta voluntarios en tres botes y se lanzó a la disparatada empresa de someter a la isla por la  fuerza.
El 27 de abril de 1521, el pequeño ejército se aproximó a la isla de Mactán con el agua hasta los muslos. Los esperaban cientos de guerreros apostados detrás de una serie de hondas trincheras defensivas. “Ni siquiera los arcabuces, las ballestas y las armaduras de hierro bastaron para contener a la horda de filipinos que gritaban a la vez que mandaban nubes de flechas, jabalinas, lanzas con punta endurecida al fuego, piedras y hasta inmundicias, de suerte que apenas podíamos defendernos". Los cristianos no tardaron en salir huyendo derecho a sus botes. Conducía la retaguardia el capitán general, ya herido en la pierna por una flecha, con un puñado de soldados. Durante una hora, la reducida tropa luchó desesperadamente al borde del agua, contó Pigafetta, "hasta que al fin un isleño consiguió herir al capitán en la cara con una lanza de bambú. Desesperado, éste hundió su lanza en el pecho del indio y la dejó clavada. Quiso usar la espada, pero sólo pudo desenvainarla a medias, a causa de una herida que recibió en el brazo derecho… Entonces los indios se abalanzaron sobre él con espadas y cimitarras y cuantas armas tenían y acabaron con él, con nuestro espejo, nuestra luz, nuestro consuelo y guía verdadero”.

JUAN SEBASTIAN ELCANO
Después de la muerte de Magallanes, las relaciones entre los exploradores y sus huéspedes de Cebú quedaron truncadas. Los hombres de piel blanca parecieron de pronto menos divinos y más vulnerables. El rajá, influido por un tripulante descontento, sospechó traición en los españoles. El primero de mayo invitó a 27 oficiales de la flota a un banquete, les dejó comer tranquilamente hasta hartarse y después mató a la mayoría de ellos. Esta catástrofe redujo a 114 los sobrevivientes de la expedición, que al principio contaba con unos 250 hombres. No había suficientes marineros para tripular tres barcos. Los sobrevivientes vaciaron y quemaron apresuradamente la Concepción, refugiándose en la Trinidad y la Victoria, huyendo de aquellas tierras.
Sin Magallanes que los dirigiera, los dos navíos vagaron por el mar de China meridional durante varios meses, pirateando ocasionalmente en perjuicio de los comerciantes de la región, hasta que toparon con la isla de Tidore, una de las Molucas. Allí cargaron tal cantidad de especias, sobre todo clavo, que la Trinidad empezó a hundirse. Tomaron entonces la decisión de dejarla atrás para carenarla, y la Victoria, mandada por Juan Sebastián Elcano, marino de Guetaria (Guipúzcoa) con gran experiencia, se internó hacia el sudoeste por el océano Índico en diciembre de 1521.
El largo viaje no fue tranquilo. Elcano, que había tenido que ver en el motín de Puerto de San Julián, no resultó popular como capitán. Hubo conatos de rebelión y deserciones durante la travesía. La climatología tampoco acompañó el regreso y las tormentas no dejaban doblar el cabo de Buena Esperanza. Mientras remontaban la costa occidental de África no cesaron de morir marineros de escorbuto e inanición. Hasta el 6 de septiembre de 1522 no entraron en la bahía de Sanlúcar de Barrameda y dos días después, casi tres años justos desde su partida de España, la fatigada y crujiente Victoria no atracó en el puerto de Sevilla. Una multitud silenciosa presenció con asombro el desembarco de los dieciocho supervivientes. Al día siguiente, flacos y descalzos, fueron con cirios encendidos a dar gracias al templo favorito de Fernando de Magallanes, la iglesia de Santa María de la Victoria.

El rey Carlos I de España le concedió a Juan Sebastián Elcano una renta anual de 500 ducados en oro y, como escudo, una esfera del mundo con la leyenda en latín: Primus circumdedisti me (El primero que me dio la vuelta).
Tras otorgar testamento el 26 de julio, murió de escorbuto el 4 de agosto del mismo año a bordo de la nao Victoria cuando participaba en la expedición de García Cofre de Loaisa a las islas Molucas.
En el ayuntamiento de Sanlúcar de Barrameda figuran unos azulejos con los nombres de todos los supervivientes de esta gran aventura que significó dar la vuelta al mundo. Una gloriosa gesta que es digna de no caer en el olvido de los tiempos.