FERNANDO DE MAGALLANES (1480 – 1521)

( 1ª PARTE )


Fue el primer navegante en dar la vuelta al mundo y, pese a no poder completar el recorrido ya que fue asesinado en Filipinas, es reconocido como tal. Guió la expedición desde Europa hasta Asia por la ruta de Occidente, alcanzó la llamada “Tierra del Fuego” al sur de la Patagonia argentina, cruzando por el estrecho que luego llevaría su nombre hasta llegar al océano Pacífico -así llamado por él mismo-, en su intento de encontrar otra ruta hacia las islas de las especias de Indonesia (islas Molucas) que con anterioridad ya había buscado Cristóbal Colón.
El impacto histórico de su viaje radicó en demostrar que el mundo era efectivamente redondo, así como descubrir el pasaje que une a los dos océanos: Atlántico y Pacífico.

Nacido en la primavera de 1480 en Sabrosa, al norte de Portugal, era hijo de noble cuna y desde muy joven ya demostró su inquietud por conocer y conquistar nuevas tierras allende los mares. Con veinticinco años se alistó en la armada de Francisco de Almeida y partió hacia las Indias. Dos años más tarde participó en la desastrosa expedición a Malaca e hizo amistad con Francisco Serrano, con quien a las órdenes de Alfonso de Albuquerque acabaría conquistando definitivamente Malaca en 1511.
Tras regresar a la península, algún tiempo después fue herido en combate en Azamor (Marruecos).
Cuentan los cronistas de la época que, un día de otoño de 1516, un soldado lisiado se prosternó torpemente ante su rey, Manuel I de Portugal, quien le contempló con cierto desagrado. En los últimos años, los superiores de quienes Magallanes había osado discrepar hicieron correr informes malintencionados acerca de su conducta. No obstante, nadie puso jamás en tela de juicio sus brillantes hazañas militares y su inflexible lealtad a la Corona.
El soberano aceptó escucharle aunque de mala gana, siendo entonces cuando Magallanes refirió que ocho años de navegación, amén de explorar y combatir por la Corona en África y las Indias portuguesas, le habían empobrecido de forma considerable. Incluso había sido herido gravemente hasta tres veces, incluyendo una lanzada en la rodilla que le dejó cojo para siempre. Su humilde empeño era pedir un aumento en su pensión, pero Manuel I, quien al parecer no era nada dadivoso, denegó tal petición.
Sorprendido primero y dolido después por la respuesta, continuó de rodillas frente al monarca, solicitándole entonces que le fuera confiada alguna carabela para volver a marchar a las Indias y allí tratar de rehacer su fortuna. El rey fue tajante y volvió a denegar su solicitud, añadiendo que no había lugar para él al servicio de Portugal. Humillado en la corte, sólo pudo hacer una petición más: que se le permitiera servir a algún otro soberano, ante lo cual Manuel I lo despachó de su presencia, rezongando que no le importaba donde fuera o qué hiciera.
Sin poder ocultar la desazón que le produjo verse humillado, Magallanes pasó meses dando vueltas a aquellas ásperas palabras de su rey y poco a poco fue forjando un plan. Al final acabó escuchando a su amigo Francisco Serrano, que se había establecido en las Molucas y llevaba años apremiándolo para que se le uniera. Aquellas islas, enclavadas al oeste de Nueva Guinea, eran conocidas también como “islas de las especias”, por ser fuente de la mayor parte de las especias que los europeos codiciaban ardientemente. Además, según añadía Serrano, los beneficios del tráfico de especias siempre resultaban muy interesantes.
Magallanes acabó escribiendo a su amigo: “Pronto llegaré contigo, si no por cuenta de Portugal, por la de España”. Y mientras escribía estas palabras que después resultarían ser históricas, evocaba mapas y globos que había visto en el gabinete cartográfico real, en Lisboa, así como los insistentes rumores acerca de la existencia de un estrecho inexplorado, en el continente sudamericano, hasta el entonces llamado "Mar del Sur" (el Pacífico) que Balboa acababa de descubrir. De conseguir dar con el estrecho, podría abrir una vía occidental a las Indias en lugar del largo camino alrededor de África y a través del océano Indico, que los portugueses usaban y defendían a toda costa.

PRESENTACIÓN ANTE LA CORTE ESPAÑOLA
Por fortuna, en España varios cortesanos relevantes ponderaban la misma posibilidad. Fue entonces cuando todos convinieron en que Fernando de Magallanes, con su rica experiencia de las Indias, era el hombre más indicado para la empresa. Tan pronto lo llamaron, Magallanes abandonó su país.
Al mismo tiempo, quienes le apoyaban concertaron una entrevista con el rey Carlos I de España, quien debía dar el visto bueno a la expedición. Todo marchó bien desde el primer momento y el monarca quedó impresionado con su ambición, su lógica geográfica y el conocimiento personal de las Indias. Sin duda, las hazañas pasadas de Magallanes y lo apasionante del viaje propuesto despertaron también el sentido aventurero del joven rey. En cualquier caso, sabía bien qué beneficios podía esperar España si rompía el monopolio portugués del tráfico de especias, abriendo un nuevo camino a las Indias a través de Occidente.
El 22 de marzo de 1518 el rey Carlos aprobó que se costeara "un viaje para descubrir tierras desconocidas" pasando por el estrecho, y designó a Magallanes como capitán general de la expedición.
En Sevilla hicieron falta cerca de dieciocho meses para completar los preparativos del viaje. Tan largo retraso obedeció en parte a las maquinaciones del cónsul del rey portugués en la capital andaluza. Aunque el destino de la expedición era un secreto oficial, los espías de Manuel I se habían enterado de la verdad, y el rey estaba dispuesto a evitar aquel intento español de apoderarse de las riquezas de unas Indias que él tenía por dominio personal. Aún más siniestros eran los empeños de don Juan de Fonseca, obispo de Burgos y consejero del rey de España, y de los banqueros alemanes que sufragaban la expedición. Aterrados por las generosas recompensas prometidas a Magallanes por el rey Carlos, y temerosos de que la expedición resultara "demasiado portuguesa", decidieron limitar la autoridad de Magallanes. Al cabo de unos meses de intriga, el obispo Fonseca consiguió que su hijo natural Juan de Cartagena fuera nombrado capitán de uno de los barcos (los demás estaban al mando de oficiales portugueses) y colocados en puestos clave otros españoles más.
Entretanto, Magallanes trabajaba metódicamente aprovisionando su flota para la exploración. Fueron adquiridas cinco naves: la Trinidad (nave capitana de Magallanes), la San Antonio, la Concepción, la Victoria y la Santiago. "Muy viejas y remendadas", escribía desdeñosamente al rey Manuel su cónsul portugués, "no quisiera navegar en ellas, así fuese a las Canarias, pues tienen las cuadernas como manteca". Todo ello sin advertir que Magallanes, tan marino como soldado, mandaba reconstruir los barcos para que resistieran los azares del viaje que se presentía complicado.
Uno de los grandes problemas fue el reclutamiento de marineros suficientes para tripular la flota, dado que los orgullosos marineros castellanos no querían servir a un comandante extranjero. Por su parte, el taciturno Magallanes se negaba a decir exactamente adónde iba, y los marinos profesionales no se decidían a comprometerse en una expedición de dos años o más a "un mundo desconocido". A decir verdad, parece que el único que se alistó gustoso fue Antonio Pigafetta, joven noble italiano que quería ver las "grandes y maravillosas cosas del océano". Acaso fuera también secretamente espía de los mercaderes venecianos interesados en el tráfico de las especias. En cualquier caso, la historia tiene una deuda con Pigafetta, pues su diario muy detallado, fue una narración de primera mano de aquel trascendental viaje de Fernando de Magallanes.
Pese a las dificultades surgidas, el capitán general consiguió al fin una tripulación completa de unos 250 hombres, que incluía italianos, franceses, alemanes, flamencos, moros y negros, además de españoles y portugueses. Parecía confiar en que su personalidad de hierro aglutinaría aquel conjunto heterogéneo en un cuerpo disciplinado.

LA GRAN AVENTURA
El 20 de septiembre de 1519 todo estaba al fin dispuesto. Retumbó el cañón y ondearon banderas mientras las cinco naves enfilaron al océano Atlántico desde el puerto de Sanlúcar de Barrameda, en la desembocadura del Guadalquivir. Seis días después abordaron las Canarias para acabar de abastecerse y tomar agua dulce.
A las pocas horas arribó un barco al puerto con una carta urgente para Magallanes de parte de sus amigos de España. El mensaje era alarmante: Juan de Cartagena y los suyos proyectaban amotinarse y matar al jefe. Fríamente, Magallanes decidió a partir de entonces vigilar de cerca a Cartagena. Confiaba en que, llegada la ocasión, su experiencia de soldado sería más que suficiente ante cualquier tipo de insubordinación.
Una vez reemprendida la navegación, la pequeña armada siguió hacia el sur por la costa de África. Las instrucciones de Magallanes fueron rotundas: "Seguid de día mi bandera y de noche mi farol". Cojeando silencioso por el puente de mando de la Trinidad, repartía su atención entre el océano por delante y los cuatro navíos que espumaban detrás. Antes de la puesta del sol, hacía que sus capitanes se acercaran a la nao capitana y gritaran según se acostumbraba en aquella época: "Dios os salve, capitán general y señor, y a la tripulación del barco". Por este procedimiento, Magallanes recordaba a todos los expedicionarios que se autoridad era absoluta.
Juan de Cartagena aguardaba una oportunidad de salir al paso al capitán general. La misma llegó cuando Magallanes, fiel a su formación portuguesa, siguió el camino de Vasco Da Gama, costeando África un trecho antes de poner rumbo a Occidente por el Atlántico. Cartagena preguntó incisivamente por qué la expedición no seguía un "itinerario español", diagonal hacia el sudoeste. La respuesta lo dejó frío. Magallanes se limitó a decirle que atendiera a sus obligaciones y cumpliera las órdenes recibidas.
Después de sufrir violentas tormentas frente a Sierra Leona, la flota cambió al fin rumbo y puso proa a sudoeste, pero no tardó en quedar atrapada por las grandes calmas ecuatoriales. Los barcos pasaron tres semanas sin avanzar. Entretanto, la brea se derretía, los palos se resquebrajaban bajo el calor abrasador y los hombres empezaron a rezongar sospechando que el viaje era inútil, pero el capitán general seguía envuelto en su silencio acostumbrado.
Al fin se alzó el viento y los barcos reanudaron su camino. Llegados a este punto, las noticias son vagas y contradictorias, pero el hecho fue que Cartagena volvió a desafiar la autoridad de Magallanes. Un atardecer, en lugar de gritar personalmente el saludo acostumbrado, se lo encomendó al contramaestre, que se dirigió groseramente al capitán general llamándolo "capitán" a secas. Magallanes reprendió duramente al marinero, pero no hizo de momento nada contra Cartagena. Sin embargo, tres días después, Cartagena declaró rotundamente ante Magallanes que en adelante ya no obedecería sus órdenes. Aquello era una rebelión abierta, exactamente lo que Magallanes estaba esperando. Sujetó a Cartagena por la chorrera y con voz de hielo hizo constar que el español era su prisionero. El rebelde quedó custodiado por otro oficial y aquella tarde un nuevo capitán obediente dio el grito de rigor en su lugar.
Vientos favorables empujaban a los barcos a través del Atlántico y no tardaron en perfilarse en el horizonte las costas de Brasil. La flota navegó hacia el sur siguiendo costas llenas de exuberante vegetación y ancló a mediados de diciembre en la espléndida bahía donde más tarde se alzaría Río de Janeiro. Una vez allí, Magallanes concedió a sus fatigados marineros dos semanas de idílico descanso en tierra.
Según llegó a anotar Pigafetta, los indios de la región eran caníbales. Por suerte para los europeos, fueron recibidos como dioses y festejados con banquetes de lechón y piñas, un cambio gratísimo después del cerdo salado y la galleta de a bordo. Pasaron también muy buenos ratos persiguiendo a las muchachas indias, que iban desnudas y a quienes sus padres anhelaban dar como esclavas a cambio de un simple cuchillo o un hacha. El matrimonio, por el contrario, lo respetaban celosamente los brasileños: "Pero no nos ofrecieron nunca a sus mujeres: además, no hubieran éstas consentido entregarse a otros hombres que no fuesen sus maridos, porque a pesar del libertinaje de las muchachas, su pudor es tal cuando están casadas, que no toleran nunca que sus maridos las abracen durante el día”.
Magallanes, que se había casado poco antes con una española, se mantuvo apartado de los festejos en tierra, hasta que llegó el momento de reintegrar a sus deberes a los hombres un tanto reacios. El 27 de diciembre, entre las tristes despedidas de las muchachas nativas, el capitán general ordenó a sus hombres levar anclas y poner rumbo al sur en busca del estrecho.
El primer día del año 1520 pasó casi inadvertido. Los vigías escrutaban la costa impenetrable de Brasil buscando señales del estrecho. Cundió la esperanza cuando, al cabo de dos semanas y 1200 millas de navegación, descubrieron un vasto canal al oeste, hacia la latitud donde todos los mapas situaban el estrecho. Pero el canal se estrechó en seguida, pues no era sino el estuario del río de la Plata.
Amargamente desengañado, Magallanes concluyó que los mapas estaban equivocados. El estrecho debía de estar más al sur, en las heladas regiones de la llamada “Terra Australis”, el legendario continente cuya existencia se suponía en el límite sur del globo terráqueo. Muchos marineros se desanimaron tanto que quisieron regresar, pero la férrea voluntad de Magallanes y su desprecio de la cobardía les hicieron seguir. Batidos por mares salvajes, vientos huracanados y granizadas interminables, los cinco navíos siguieron adelante mientras se acercaban el otoño y el invierno australes. El hielo empezó a trabar los aparejos y los marineros no daban abasto a quitarlo. El mismo capitán general apenas si dormía más de un par de horas seguidas y, como el resto de la tripulación, pasó semanas enteras sin probar una comida caliente. Se cuenta que Cartagena masculló: "Este loco nos lleva a la destrucción. Con la ambición puesta en encontrar el estrecho, acabará por crucificarnos a todos”.
A finales de marzo, Magallanes se compadeció de su tripulación aterida y decidió invernar en tierra. La flotilla recaló en una bahía imponente pero abrigada que llamaron Puerto de San Julián, cerca de la punta meridional de Argentina. En aquel remoto lugar nadie les dio la bienvenida.
Cuanto vislumbraba su vista eran montes grises y playas desoladas. Como una niebla envolvente descendió sobre ellos una niebla, la depresión. Llevaban seis meses en el mar y aún no habían llegado a ninguna parte ni encontrado nada. ¿De qué serviría a España aquella costa estéril? ¿Dónde se encontraba el imaginario estrecho hacia las islas de las especias?

Continuará