ALEXANDRA DAVID NÉEL

Protagonista de una apasionante y larga vida de aventuras y exploraciones, es conocida principalmente por ser la primera mujer occidental que llegó hasta Lhasa, capital del Tíbet, ciudad prohibida a los extranjeros. Escribió más de treinta libros acerca de religiones orientales, filosofía y sus viajes.
 Nacida en 1868 en los alrededores de París y en el seno de una familia acomodada, tras terminar sus primeros estudios, a los 18 años debutó con brillantez en sociedad. En este punto lo más lógico hubiera sido que se dedicara a buscar un marido de similar o superior condición social a la suya, que era lo adecuado para una señorita de buena familia como ella y formar una familia. Pero Alexandra ni se lo pensó.
Encantadora, imprevisible y fascinante, hizo caso omiso de sus jóvenes pretendientes y se dedicó a frecuentar a un viejo amigo de su padre, Elisée Reclus, geógrafo, etnólogo y, sobre todo, ferviente anarquista. En la biblioteca de éste nació su interés por el pensamiento y la espiritualidad de Oriente.
A continuación vinieron unos años de encuentros y de estudios cada vez más profundos y completos, empezando por los de las lenguas sánscrita y china, que Alexandra quería conocer para leer los antiguos textos de filosofía y en su lengua original. Más tarde, surgieron los primeros viajes aventureros a Ceilán, India y Túnez (país en el que estudió el Corán) y los primeros artículos periodísticos: actividades éstas a las que una señorita de su condición no estaba bien visto que se dedicara. Escritora y viajera por excelencia, logró romper con las imposiciones de su época para llegar hasta lo más alto.
Abandonada a su suerte pues su familia ya no tenía medios para mantenerla, Alexandra entonces explotó uno de sus dones: el canto. Había estudiado música y canto y, dado que poseía una buena voz de soprano, en 1895 debutó con éxito en el teatro de la ópera de Hanoi, siendo apadrinada por el compositor Massenet. Ese fue su segundo contacto con Asia.
Posteriormente convivió con un músico, Jean Haustont, y más tarde, en Túnez, conoció al ingeniero de los ferrocarriles franceses Philippe Néel, con el que contrajo matrimonio en 1904, alcanzando el estatus anhelado por cualquier mujer de su época. Pero Alexandra no era "cualquier mujer". Su relación con Philippe nunca fue mala, pero ella no estaba hecha para el matrimonio. Estuvieron oficialmente juntos hasta 1941, año en que murió Philippe, pero de estos treinta y siete años Alexandra pasó más de veinte alejada de su esposo, viajando por Europa y el Lejano Oriente, sobre todo por China.
Alexandra se había convertido en una mujer con éxito que daba conferencias sobre filosofías orientales y a escribir ensayos. Estos últimos tuvieron un gran impacto, siendo reconocida en círculos universitarios en 1911. Sin embargo, en ese año Alexandra atravesó una crisis de existencia, ya que probó el amor y el amor la decepcionó, conoció el éxito y el éxito no la llenó, experimentó el atractivo de la vida sedentaria y esa existencia confortable pronto le cansó. Decidió volver a viajar sola. Regresó a Oriente y, en agosto de 1911, abandonó Túnez y el budismo que ya había prendido en ella se afianzó totalmente.
En
la India, conoció a Aphur Yongden, joven tibetano de 14 años que renunció a todo con tal de seguirla y que se convertiría a partir de entonces en su hijo adoptivo. Durante dos años vivieron en el Himalaya junto a los monjes budistas y luego recorrieron Japón, Corea y China. Dos años vivió en el monasterio de Kum Dum (China), siendo admitida incluso en las ceremonias secretas, algo impensable para una mujer y menos aún occidental. Decidió ir a Lhasa, la ciudad prohibida.
A pesar de todo, ni siquiera a ella le estaba permitido cruzar la frontera del Tibet, que desde siempre había estado cerrada a los europeos. Obstinadamente, no cejó en su empeño, disfrazándose de peregrina mendigante y llegando a Lhasa tras recorrer a pie y a lomos de mulo miles de kilómetros por unas regiones entonces todavía inexploradas y en gran parte desiertas, acompañada de su hijo adoptivo, el lama Yongden. Aunque esto no lo consiguió hasta su segundo intento (1923), porque en el primero (entre febrero y septiembre de 1921) fracasó al ser descubierta su condición de occidental y posteriormente expulsada. Fue precisamente durante este viaje cuando Alexandra encontró a los bandidos de las regiones de Kham y Amdo, a los que dedicó uno de sus libros que la hicieron famosa en todo el mundo, fama que ha conservado hasta hoy.
Las agencias hicieron correr la noticia con rapidez en Europa y en todo el mundo, anunciándose que la mujer que abandonó Francia en 1911 para ir a la India, había logrado entrar en Lhasa, la ciudad prohibida para los extranjeros.
Años después, de regreso y al pasar la frontera india, Alexandra comprendió enseguida que el mundo había cambiado. Hojeando revistas y periódicos, descubrió con estupor el mundo después de la Iª Guerra Mundial: los años locos, los impresionistas, incluso que el mapa del mundo se estaba transformando.
 Alexandra tomó conciencia de que se había convertido en famosa y su nombre iba de boca en boca. Los americanos la bautizaron como "la mujer sobre el techo del mundo". Comenzaron a otorgarle distinciones honoríficas y le solicitaban artículos, libros y conferencias. Y en todas partes triunfaba. Siempre iba acompañada por Aphur Yongden quien, para algunos, era una curiosidad local. Alexandra logró escribir libros que se convirtieron en éxitos de la época.
Pero la fama pasó en pocos años. Otros habían entrado también en Lhasa y a ella sólo le restaba el mérito de haber sido la primera. Miró a su alrededor y tomó conciencia plena de la realidad de la sociedad: "Pienso que el mundo ha llegado al momento de su decadencia", declaró refiriéndose a las afirmaciones de los textos sagrados de Oriente. No obstante, sólo pensó en una cosa: volver a marcharse. Para reencontrarse con Asia y “sentirse viva” regresó a China, donde se enfrentaban nacionalistas y comunistas.
A los sesenta y nueve años, Alexandra David-Néel se convirtió en una fugitiva sumergida en la más espantosa de las guerras. Pasó por las calamidades más inimaginables, pero aún así se sentía joven. "Jamás sentí miedo, lo digo de corazón", llegó a declarar en sus escritos.
A comienzos de 1938, Alexandra y Yongden huyeron remontando el río Yang Tsé a bordo de un vapor. Después de atravesar ríos y cadenas montañosas caminando, llegó el 4 de julio de 1938 a Tatsienlu, capital de Sikang. Alexandra tenía setenta años. El viaje de huída había durado dieciséis meses.
Durante seis años y en medio de un grupo de extranjeros, Alexandra y Yongden aguardaron el fin de las hostilidades, viviendo en una pequeña ermita abandonada. El 8 de septiembre de 1939, se enteraron de que la guerra había estallado en Europa. Esto le hizo sentirse hundida, estaba cansada.
Finalmente, el 27 de julio de 1945 llegó en avión a
la India y de allí a Europa.
El continente asiático que tanto amó yacía sobre los escombros del bárbaro siglo XX.
Por fin, se instaló junto a Yongden en su finca de Francia. Durante un cuarto de siglo, Alexandra David-Néel no cesó de hablar del “País de las Nieves”. El budismo tibetano se convirtió en una prolífica producción literaria que le permitió sobrevivir. Escribió muchos libros, aparte de miles de artículos periodísticos y de ensayos, el último de los cuales fue publicado cuando ya había cumplido 96 años.
Viajera incansable, dedicó toda su vida a desentrañar los secretos filosóficos del “País de las Nieves”, legando una extensa bibliografía sobre sus experiencias de peregrina.
Hasta el final, sin embargo, no dejó de ser una mujer rebelde, joven a pesar de los años, quien a fuerza de voluntad franqueaba con un increíble optimismo todos los obstáculos que se le presentaban.
Un empleado municipal del pueblo donde se encontraba la residencia de Alexandra, tuvo pruebas del optimismo de Alexandra cuando, en la víspera de cumplir sus ciento un años, la vio entrar en su oficina con una sonrisa en los labios. La señora Alexandra David-Néel había ido simplemente a pedirle que... ¡le fuera renovado el pasaporte!
Alexandra David-Néel murió en Digne (Provenza) el 8 de septiembre de 1969 y en cumplimiento de su última voluntad, fue incinerada en la ciudad santa de Benarés y sus cenizas dispersadas por las aguas del Ganges.
Alexandra David-Néel, la primera mujer occidental que entró en Lhasa, vivió apasionantes experiencias que le permitieron sumergirse en los recónditos secretos de la vida tibetana. El relato de su vida es más, mucho más que un diario de viajes. Además, sus conocimientos filosóficos le permitieron comprender las prácticas místicas de los lamas tibetanos y al propio tiempo introducir a los lectores en el mundo fascinante de los monasterios budistas, ascetas y magos tibetanos.
VIAJE A LHASA

Por Alexandra David Néel
Así describió esta famosa escritora su llegada a la capital tibetana:
Al fin, tras cuatro meses de marcha, de aventuras y de observaciones, abandoné Détchene un día, al alba, para efectuar la última etapa hasta Lhasa. El día era espléndido, frío y seco, el cielo luminoso. Al salir el sol apareció ante nosotros, aún lejano, pero majestuoso y dominador, el gran palacio del pontífice lamaísta.
Andábamos deprisa. El Potala crecía a simple vista. Ya se distinguían claramente las líneas elegantes de sus numerosos tejados dorados en cuyos ángulos agudos la luz producía destellos.
A medida que avanzábamos hacia la capital la densidad de población aumentaba.

Ya estamos en territorio de Lhasa. A nuestra llegada, la atmósfera hasta entonces en calma, se altera de repente. En unos segundos se forma una tempestad imponente, que levanta hasta el cielo nubes de arena. Nos cruzan sombras borrosas, gentes encorvadas cubriéndose el rostro con las largas mangas de sus trajes. ¿Quién podría vernos llegar? ¿Quién podría reconocernos?
Una gigantesca cortina amarilla, de arena en suspensión, cubre el Potala, cegando a sus habitantes, ocultándoles Lhasa y los caminos que conducen hasta allí. Lo interpreto como un símbolo que me promete una seguridad completa y el futuro se encargará de justificar mi interpretación. Durante dos meses circularé por la Roma tibetana, recorreré los templos y me pasearé por las más altas terrazas del Potala sin que nadie sospeche que, por primera vez desde que la tierra existe, una mujer extranjera ha contemplado la ciudad prohibida.

Había llegado a Lhasa, felizmente. Lo más difícil se había realizado, pero la lucha distaba mucho de haber terminado. Estaba en Lhasa. Ahora se trataba de quedarse.
Lhasa, la ciudad más grande del Tibet y su capital, está lejos de ser una población importante. Está sumida en un ancho valle, en la orilla derecha del Kyi. Imponentes cadenas de montañas áridas que el crepúsculo tiñe de colores maravillosos cierran su horizonte.
Por muy bello que sea el paisaje que rodea Lhasa, no llamaría, sin embargo, la atención en un país rico, como es el Tibet, en lugares de una majestuosidad excepcional, si el Potala no le diera un carácter tan particular.
Este gigantesco edificio ocupa una de las cumbres de una cadena, curiosamente aislada en medio del valle. Una imagen puede ayudar más que una descripción; sin embargo, la mejor de las fotografías nunca podría dar una idea de su apariencia imponente: sobre la montaña, un pedestal de construcciones masivas levantan al cielo un palacio coronado de techos de oro.
Con las riquezas contenidas en esta aglomeración de edificios, hubiera podido construirse un palacio de cuento de hadas, pero los arquitectos tibetanos nunca fueron artistas. Trabajados por ellos, los más preciosos materiales nunca pueden expresar más que la opulencia y el poder, nunca la belleza. Sin embargo, este bárbaro tratamiento de la plata, el oro y las piedras preciosas, dan un sello especial a los palacios y a los templos del Tibet que armoniza con los lugares agrestes en que se elevan y produce una profunda impresión.
Gran parte de la decoración mural del Potala, lo mismo que la del Jokhang, es obra de pintores chinos o de sus discípulos. Se podrían pasar días y días leyendo, en imágenes, en los innumerables pasillos y galerías del gran palacio lamaico, las leyendas de los dioses y de los santos representadas por millones de pequeños personajes que hormiguean por los frescos. Los episodios, las actitudes y los vestidos son tratados espiritualmente; el conjunto está lleno de animación y vida.

Desde lo alto del Potala se abarca con la vista, por un lado todo el valle con Lhasa que se extiende en una vasta llanura, y por el otro un desierto, limitado a lo lejos por una elevada cadena de montañas abruptas. Allí, agazapado al pie de esta muralla ciclópea, se ve el gran monasterio de Sera, completamente blanco, con palacios rojos y tejados de oro

Cuando llegamos a la terraza superior del palacio, con los pabellones de techos brillantes que había visto de lejos al comenzar la última etapa, me pareció que había cumplido mi objetivo.

Ya de regreso de su viaje, concluye su libro diciendo:
Aún me quedaba por recorrer un largo trayecto hasta la frontera hindotibetana, a través de elevados puertos y llanuras áridas barridas por un viento glacial, pero la aventura había terminado.
Sola, en mi habitación, antes de dormirme, grité para mis adentros ¡Lha gye Lo! ¡Los dioses han triunfado!